atrás

El otro petrarquismo, de M. Cinta Montagut

El otro petrarquismo

M. Cinta Montagut

Leer más

Luz. Light. Licht, de Luis Pablo Núñez

Luz. Light. Licht

Luis Pablo Núñez

Leer más

El libro de Angelina. Segunda Parte, de Fernando Figueroa Saavedra

El libro de
Angelina 2

Fernando Figueroa Saavedra

Leer más

El libro de Angelina, de Fernando Figueroa Saavedra

El libro de
Angelina

Fernando Figueroa Saavedra

Leer más

En torno a los márgenes, de Santiago Rodríguez Gerrerro-Strachan

En torno a los
márgenes

Santiago Rodríguez

Leer más

Graphitfragen, de Fernando Figueroa Saavedra

Graphitfragen

Fernando Figueroa Saavedra

Leer más

adelante

Revista Minotauro Digital (1997-2013)

Síguenos Puedes seguirnos en Facebook Puedes seguirnos en Twitter Puedes ver nuestros vídeos en youtube

Compártelo Comparte este texto en facebook

La Cenicienta de Kafka

Por Enrique Vásquez

Abril 2005

Sí pues, después de todo, el esfuerzo fue inútil. Terminamos, yo por un lado y tú por el otro. Tal como era antes de conocernos. Ahora tú vives, como siempre, allá en una casita en los Barrios Altos y yo me he quedado acá, como siempre también, en mi departamentito de Chacarilla. En fin, nunca podrá decirse que no hicimos el intento. Después de todo, vivir dos años juntos, sirvieron para darnos cuenta que lo mejor era separarnos. ¿Quién lo diría, no? Separarnos… después de habernos querido tanto, separarnos.

Y mira que hace apenas unos años que te conocí. Un sábado por la mañana, ¿lo recuerdas? Eras una chiquilla traviesa con los codos percudidos, las rodillas juntas y las piernas flacas. Llegaste a mi departamento de la mano de tu mami (¿cómo se sentirá ella ahora?) y te sentaste en un rincón de la cocina a esperar. Allá estabas, sentadita en un banco, sin decir ni “chis” y mirando el techo con esos tus pequeños ojitos de pericote asustado. Apenas si había una sonrisa en tu cara. ¿Cuántos años tendrías…dieciséis, diecisiete…? Eso fue el ochenta y… ochenta y ocho, sí ochenta y ocho. Allá estabas pues, con las manos sudorosas apoyadas sobre tu falda floreada y con los pies, dentro de esas horribles sandalias plásticas que olían a chicle, balanceándose nerviosos sobre las mayólicas de la cocina. –Es mi hijita – dijo doña Julia – Julita, saluda a don Lucho – agregó. Y desde entonces la acompañaste sábado tras sábado.

Yo en esos tiempos vivía mi soltería con apasionada vocación; vestía la ropa que tu mamá lavaba y usaba lociones y perfumes que una prima “fly hostess” que tenía, me traía cada vez que regresaba de uno de sus vuelos de Miami. Años evocadoramente locos, en los que el beso de una muchacha podía depender de la música que sonara en la pista de baile o la cantidad de daikirys que le invitaras al borde de una piscina. Locos e inolvidables, de eso no me cabe la menor duda. Y así, en medio de aquella agitada vida, todos los sábados te vi crecer sin mirarte. Creciste a mi lado y yo ni cuenta; los años fueron torneando las huesudas esquinas de tus rodillas y las alargadas cañas de tus piernas empezaron, de a pocos, a tomar formas de redondeadas pantorrillas y abultados pero endurecidos muslos. Y supongo que si tardé en percibir tus cambios fue por culpa del horario. Y es que tú llegabas los sábados a las ocho de la mañana, justo cuando mi cama y yo empezábamos el epílogo de una larga noche de viernes. Buena época esa. Yo tenía veintitrés, las novias las ordenaba en orden alfabético y los desayunos los tomaba a partir del mediodía. Ciertamente me divertía. Pero como siempre sucede cuando la diversión está en su mejor momento, conocí a una mujer que me hizo pensar, iluso yo, que ese tipo de vida no tenía mayor sentido. Decidí entonces (¡Dios mío, como pude!) que lo mejor era sentar cabeza, deshacerme de la complicidad de mi pequeña agenda roja y recurrir a la monogamia como forma de vida, con el mismo aburrimiento, sereno y feliz, con el que enfrentan la vida los recién domesticados.

Fue así que Ariana empezó a dormir conmigo los viernes. Primero una vez al mes, luego dos, y finalmente terminó por agregar a todos los viernes del mes, algunos sábados, y casi todos los feriados. Con una naturalidad de la que solo ella podía hacer gala, se compró una almohada de plumas de ganso y colocándole una funda de seda que costó más que la almohada misma, la instaló sin gesto que la inmute, al lado de la mía. Marcaba su territorio pues, cosa que recién con los años pude entender, y que irónicamente, en ese momento hasta llegó a parecerme divertido. Así era Ariana. Así y celosa. Los viernes salíamos desde las nueve, nos íbamos a bailar a una discoteca en San Isidro y luego de discutir por cualquier tontería, terminábamos por hacer las paces y pasando la noche en mi departamento. Allí hacíamos el amor, discutíamos y dormíamos; usualmente en ese orden. Por lo menos hasta las ocho de la mañana, cuando tú, Julita, enviada por tu mami, tocabas tres veces el timbre de la puerta (dos toques largos y uno corto) para recoger de la casa la acostumbrada bolsa de ropa sucia. Entonces, se levantaba Ariana, y con unas ojeras que se le hundían en el rostro como huellas de pisadas en la arena, empezaba a juntar mis trapos para entregártelos. Y lo hacía con cólera, y con doble cólera además: una por haberla despertado a esa hora y otra, porque estabas, y ella no lo soportaba, terriblemente guapa.

Y fue uno de esos viernes que nos peleamos. Ariana y yo digo. No recuerdo cual fue la razón, si me puse a escuchar una canción que según ella me hacía recordar a una antigua novia, o si, según ella también, le había coqueteado a la mesera de la discoteca en la que habíamos estado bailando. Llegamos discutiendo al departamento y no dejamos de hacerlo ni siquiera cuando nos tendimos sobre la cama. Me imagino que en tales circunstancias debí decirle algo cuyo efecto no calculé debidamente, ya que su respuesta, y ella si con muy buen cálculo, fue lanzarme, desde la puerta del baño y uno por uno, sus dos zapatos plateados de tacones altos. El primero lo agarré en el aire (fui titular “discutible” en el arco de la selección de fútbol de mi colegio) pero el segundo impactó, sin mayores consecuencias felizmente, en mi cabeza. No podría asegurar si fue su orgullo herido o el temor a mi reacción, lo cierto es que por alguna de esas dos razones salió corriendo descalza, tomó su auto y se marchó. Misma versión feminista de La Cenicienta. Y es que siempre imaginé que esos zapatos plateados de tacones altos, lanzados así de esa forma, pudieron formar parte de una nueva versión subterránea y moderna de dicho cuento. Una en la que la doncella, en este caso Ariana, presa de una aguda crisis de celos, lanza criminalmente sus zapatos sobre la cabeza de un príncipe urbano medio-clasista como yo, para luego huir velozmente de regreso a casa, además de descalza, histérica. Modernismo pues, mezclado con ese fetichismo que siempre percibí en el protagonista del cuento tradicional. Porque no es por nada no, pero eso de andar probando un zapato a todas las mujeres del pueblo, con el pretexto de saber a quien le pertenece, merece, mínimo, unas cuantas sesiones de psicoanálisis. ¿Si o no Sigmund? Yo no sé porqué, pero desde que escuché ese cuento, tuve la seguridad de que la historia no acabó cuando la Cenicienta se casó con el príncipe. Para mí, debe andar por ahí perdida, una segunda parte, ignota y mejor elaborada, que de seguro cuenta como desde el día de su boda, la Cenicienta no dejó pasar noche alguna sin agarrar a zapatazos a su príncipe. Bueno, dejemos eso ya. Volviendo al tema de la madrugada del viernes, y apenas Ariana se marchó, me limité a despejar la superficie de mi cama y estirándome a lo largo, me tendí sobre ella esperando que mis nervios encontraran su habitual calma. En cuanto a los zapatos plateados de Ariana, estos fueron a parar al pie de la cama, hacia su lado (sí, fatalmente ella ya tenía “su lado”) y me dispuse a dormir, justo cuando los tres toques del timbre anunciaron tu llegada.

Julita, Julita… eras tú. Abrí la puerta con una toalla amarrada a la cintura y por primera vez desde aquel sábado tan lejano en el que te apareciste con doña Julia, te volví a ver, o mejor dicho, y esta vez sí, a mirar. Eras simplemente una mujer. Llevabas el cabello húmedo, la cara sin una pizca de maquillaje y tu piel, color té, se veía firme y templada como el cuero de un tambor. Atrás tuyo el sol asomaba y la claridad del día mostraba, trasluciendo tu veraniego vestido de flores rojas, esa ropa interior blanca y menuda que llevabas. Di un paso hacia atrás y te miré. Sí que me gustaste. Y me gustaste en cada uno de tus detalles. Bueno, casi en todos, porque la verdad, esa mañana llevabas unas sandalias plásticas, color marrón, que te hacían perder nivel y te degradaban impunemente, del estatus de princesa al de plebeya. Entonces se me ocurrió.

- Pasa –te dije –te traigo la ropa en un rato.
- Lo espero en la cocina –fue tu respuesta.
- No, por favor, espérame acá en la sala. Siéntate, ya regreso.

Fui al dormitorio y tras de la puerta y sin que lo notaras, te miré por varios segundos. Pesarías cincuenta kilos deliciosamente distribuidos, mirabas al techo y tus manos, juntas y sudorosas se apoyaban sobre tu falda. No lo dudé entonces. Me vestí con lo primero que encontré, tomé los zapatos plateados de Ariana y regresé a la sala. Me acerqué al sofá en el que esperabas y agachándome frente a ti, antes que me dijeras algo, apoyé el dedo índice sobre mis labios. Silencio.

Aunque las dos calzaban 38, no fue fácil. Es cierto. Pudo haber sido un problema con la horma, esa siempre fue tu explicación: la horma; para mí en cambio, el problema no era la horma, sino la forma. La forma de tu pie, claro. Y es que tu pie era, por decir lo menos, un poquito mas ancho que el de Ariana. Supongo que en algunos momentos, es decir bajo ciertas circunstancias, pueden enceguecerte o por lo menos, volverte inmune a los mensajes subliminales. Y es que este “cenicientesco” detalle, que con el tiempo concluí se trataba de una desesperada señal de alerta lanzada por el destino, fue ignorado tonta y olímpicamente por mí.

La relación con Ariana, resquebrajada ya por la discusión de la noche anterior, terminó por acabar cuando dos semanas después y seguramente preocupada por mi absoluto silencio, se me apareció por el departamento. Llevaba unos jeans “Donna Karan”, una blusa de seda con dos botones abiertos y sus cabellos, una cortina perfumada color oro, caía sobre sus hombros con una soltura tan natural como la de su propio carácter. Entonces, por esas cosas que algunos llaman “leyes de la compensación”, otros “ironía del destino” y otros más “la rueda de la vida”, quien tocó la puerta de mi departamento, aquella mañana del sábado, a las ocho, fue Ariana, y claro, quien la abrió para su mala suerte, fuiste tú Julita. Eso, que de por sí ya era bastante para inducirla a una crisis de nervios, fue tan solo una molestia menor, frente a lo que debió sentir, cuando mientras decías “Amor, te busca una señorita”, te vio con sus zapatos plateados puestos. Desde ese día nunca volví a verla. Simplemente se dio media vuelta y lanzando infinidad de improperios mientras regresaba a su auto, terminó por desaparecer de mi vista y de pasada, de mi vida.

Fue así, Julita, que empezamos a vivir juntos. Lo hicimos por dos años, cuatro meses y catorce días. Ni uno más ni uno menos. Los primeros meses, no puedo negarlo, cubrieron cualquier expectativa que una vida a tu lado, podían haberme creado. Sin embargo, había una sombra que diariamente iba cubriendo con un oscuro presagio nuestras vidas: esa inclinación natural que tenías de pasar la mayor parte del día en la cocina. Me gusta cocinar, decías, pero sin duda no era tan solo eso. También te gustaba comer. Y ese vicio, te lo advertí cientos de veces, termina por pasar, tarde o temprano, la factura. En tu caso, no fue la excepción; de la misma forma en que se habían ensanchado tus pies, se empezaron a ensanchar tus caderas, tu cintura y todo lo posiblemente ensanchable en un ser humano. Lenta pero inexorablemente dejaste de ser quien eras para convertirte en lo que ahora eres. En resumen, todo una metamorfosis que ni el propio Kafka imaginaría: “Al despertar, Julita Marcavilca una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertida en un monstruoso cerdo...

Aún así, siempre traté de ser consecuente. Todo eso lo enfrenté con amor, entereza y por supuesto también, con una resignación que llegué a convertir en casi una religión. Sin embargo, había otras cosas contra las que no podía luchar. Cosas que formaban parte de ti, de tu esencia, que venían contigo; fallas de fábrica, supongo. ¿Que cuáles? Muchísimas, miles diría yo. Pero por recordarte algunas… reías con la boca llena de comida, los zapatos plateados lo usabas de chancletas, te peleabas a grito partido con todos los vecinos y por último terminaste por hacer venir a diario a toda tu familia, a comer en el departamento. Hasta que no pude más. Simplemente no pude más. Un día te pedí por favor que te vayas. Te expliqué que necesitaba vivir solo, que no me acostumbraba a ti y que por último pues, y visto y considerando que ningún argumento te convencía, llegué a gritarte en la cara y de una vez por todas, la gran verdad: ya no te soportaba. Me imagino que sufriste mucho. Me gritaste, me pegaste, me insultaste, e hiciste conmigo muchas cosas que terminaban en “aste”; sin embargo, tuviste el sentido común, de incluir entre ellas, esa de “aceptaste”. Y es que, luego de cuarenta y ocho horas de discusiones, decidiste salir de casa, llevando contigo, además de tu vieja maleta cuadrada, un fajo de billetes con el que quedó cerrado por siempre, aquel infausto capítulo de nuestras vidas.

Eso fue lo último que supe de ti por mucho tiempo. Y es que durante algunos años, tres o cuatro por lo menos, me dediqué a buscar a mis antiguos amigos, y recobrar con ellos el tiempo perdido de lo que yo pensaba habían sido mis mejores días de soltería. Busqué a todos claro, menos a Ariana, a quien, más por vergüenza que por remordimiento, traté de hacerme a la idea que nunca había existido. Y volví a las discotecas san isidrinas y a las muchachas que vestían Calvin Klain, a los “luaus” en el Sur y al aroma a Givenchi, a los paseos a Paracas y a las caricias de uñas pintadas a la francesa. Todo exactamente como antes. Pero eso solo fue parte de un ciclo que tarde o temprano llegaría a su fin. El ser humano, finalmente, tiende a vivir en pareja y la idea de constituir una familia empezó de a pocos a rondar mi mente. Un día, aburrido de esa vida y cuando el recuerdo de Ariana me había convencido que lo mejor era buscarla, con la idea quizás de revisar juntos nuestro pasado, me encontré con doña Julia, tu mamá. Entonces me contó lo que ahora sé de ti. Me dijo, con una cierta dosis de orgullo, que te habías casado con un chofer de microbús que hacía la ruta Cocharcas – José Leal y que estabas viviendo en una vieja quinta de los Barrios Altos. Dice que allí esperas el regreso de tu marido, que por ahora anda escondido, pues lo han acusado, injustamente claro, de haber participado en el asalto a un grifo de Schell. Dice también que por las mañanas lavas ropa y que por las noches te ganas la vida vendiendo anticuchos en una de las esquinas del parque Cánepa. Lo bueno, agregó, es que tienes muchos clientes y que en ese sentido no te puedes quejar. Bien por ti Julita.

En cuanto a Ariana, como decía hace un rato, había pensado en llamarla por teléfono para invitarla a tomar un café. Estaba por hacerlo cuando me la encontré hace poco en el Centro Comercial de Chacarilla. Yo caminaba sin rumbo, pensando en comprar algo con qué atacar a un resfriado que se resistía a abandonarme, cuando de pronto nos vimos uno frente al otro. Está linda. Sigue usando esos jeans importados que le quedan tan bien y esas sandalias de tacones altos que dan más forma aún a su figura espigada. Guapa y delgada como siempre, se ha cortado algo el cabello y eso parece haberle agregado un toque de alegría a su rostro. Me contó que hace más de un año se había casado con un tal Raymond, un suizo que oficia de gerente de una importante empresa transnacional, y que ahora viven los tres en una casa en La Molina: ella, él y una linda niña de diez meses que ha sacado la misma sonrisa y los mismos ojos celestes de su madre. Cuando me preguntó qué había sido de mi vida lo único que se me ocurrió decirle fue “ahí, como siempre, en mi departamentito de Chacarilla”. Luego nos preguntamos por algunos amigos comunes y finalmente terminamos despidiéndonos. Nos dimos un beso en la mejilla y cada uno se fue por su lado. Ella a encontrarse con su marido en una librería que está en el primer nivel del Centro Comercial y yo a comprar un jugo natural de mandarina, de esos que te preparan al momento y que venden en frascos de un cuarto de litro en “Santa Isabel”. Después de todo, dicen, no hay nada mejor que los cítricos contra el resfrío.
Valentín Pérez Venzalá (Editor). NIF: 51927088B. Avda. Pablo Neruda, 130 - info[arrobita]minobitia.com - Tél. 620 76 52 60