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La poesía

Por Ricardo Yáñez

Noviembre 2001

      La poesía, esa lengua extranjera que tal vez nunca aprenderemos, y que nos dice. ¿Qué dice la poesía que no diga sino el sentido de lo que cada uno de nosotros vive, en cierto modo sin vivir? Durante mucho tiempo he venido diciendo, y aquí me despediré de ese decir, que soy mejor tallerista que poeta. Como naturalmente no todo mundo me conoce, me explicaré: soy mejor profesor de poesía, pero no de poesía escrita, que la verdad no haría mella en mí de no ser primero que nada poesía nunca escribible; de poesía, sea esto lo que sea. En el taller, espacio de aprendizaje no escolarizado, me desempeño bien como convocador, desatador en los demás y en lo demás de fuerzas poéticas que, no crean, su gravedad conllevan. Pero las fuerzas ahí están. No puede ser que nadie las genere de no ser ellas mismas, o algo más alto que ellas y cada quien póngale el nombre que mejor le acomode. Entrar en contacto con esas fuerzas puede ser delicioso, pero también terrible, como los ángeles. ¿Y es necesario andar en esos bretes?, alguien preguntará. La verdad no mucho. Pero lo es cuando el que anda por la vida de pronto entiende que no entiende mucho de la vida. Y de ese no entender concluye, fácil, que lo que debe hacer no es entender, sino vivir. Vivir, es frase conocidísima, no es necesario. Mas quizá indispensable resulte, ya que no vivir, el darse la oportunidad de que la vida viva en uno, de que la vida no deje, en uno, de ser lo que es. Y ese ser de la vida la verdad no requiere de palabras, pero es de advertir que sin lenguaje, el que usted quiera, ocurriría quizá que no sólo no entenderíamos, sino, y ésta es la ocupación de lo poético, no sentiríamos. No sentiríamos la vida. La vida, en nosotros, es lenguaje. El lenguaje, en nosotros, es la vida que habla. Supongo que no hay gran dificultad en saberse vivo, no así, supongo, en sentirse vivo. ¿Y dónde el lenguaje siéntese más vivo que en la palabra poética? ¿Dónde, dicho de otra manera, la vida más nos habla?

      Le leo a un amigo Fairy tale, de Ted Hugues. Algo le platico de la realidad de ese hombre ya ido. Y no es nada agradable estar leyendo lo que el poeta dice, en un cuento de hadas. Y sin embargo no deja de ser maravilloso ese dolor no oculto en el poema que goza de sus propias palabras. Es como mirar un diamante y como si al girar ese diamante con la yema de los dedos su resplandecencia, del todo iluminadora, nos iluminara asimismo sobre las zonas oscuras del vivir, sobre lo oscuro del vivir. Sobre todo lo oscuro de vivir. En algún otro momento he dicho que no leo poesía –pero sí leo, nomás que dosificadamente–, y que ello se debe a algo muy elemental: la mala desgasta y la buena chinga, bueno, aniquila. La poesía, que vida es, no puede ser que vida sea que no nos evidencie la muerte de la vida. Pero la muerte de la vida en la poesía es siempre resplandor que dura, que no muere. La muerte en la poesía es siempre sacrificio, no muerte; sacrificio por una vida mejor. Por una vida mejor que la mía, yo, sinceramente, doy la vida.

      De cierto creo que el lenguaje de la poesía es lenguaje de sacrificio, que el lenguaje se sacrifica en la poesía en pro, no puedo de momento decirlo de otro modo, de la poesía misma. El habla de la poesía, digo –y como siempre, no sé lo que digo–, es habla de sacrificio, es sacrificio, en pro del lenguaje de la vida. No hablo yo, no habla mi lenguaje, se sacrifica, para que la vida, por fin, sea.

      Dicen que en su Defensa de la poesía, que no he leído, Schiller afirma que son los poetas los auténticos legisladores de la humanidad. Gusto, si gusto en ello hubiera, de pensar que lo dice debido a que instituyen, sobre todas las leyes, la ley del sacrificio. Pero concordaremos, siendo cuerdos, en que no la instituyen, nada más la respetan. Porque la ley del sacrificio, hay que aceptarlo, es la primera y tal vez última ley de las buenas leyes de la vida.
Valentín Pérez Venzalá (Editor). NIF: 51927088B. Avda. Pablo Neruda, 130 - info[arrobita]minobitia.com - Tél. 620 76 52 60