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Xopancuicatl. Cantos de lluvia, cantos de verano, de Miguel Figueroa

Julio 2011

Título: Xopancuicatl. Cantos de lluvia, cantos de verano
Autor: Miguel Figueroa Saavedra
Páginas: 250
Edita: Universidad Veracruzana
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Bajo el sello de la Editorial de la Universidad Veracruzana, en su colección Biblioteca, acaba de salir impreso un volumen sumamente importante titulado Xopancuicatl. Cantos del lluvia, cantos de verano, libro que ha sido producto de la exhaustiva investigación de Miguel Figueroa Saavedra. Académico de esta casa de estudios en el área de la Interculturalidad, la razón de haber leído su obra se ha debido a que en las oportunidades que he tenido de tratarlo he podido apreciar su profesionalidad y seriedad respeto y aprecio en su estudio del pasado de México, lo que me impulsó enseguida a tener un ejemplar en las manos. No pudo ser una elección mejor intuida y más acertada. Su lectura me permitió introducirme en el sugerente e inmenso universo de la poesía náhuatl que sólo conocía de manera muy superficial por la lectura de algunos fragmentos de la obra de Miguel León Portilla y del padre Ángel María Garibay, así como por la traducción de algunos poemas del rey poeta de Texcoco, Nezahualcoyotl, que mi padre, que no dominaba el náhuatl clásico pero que sí era un hablante del náhuatl contemporáneo que se habla en la sierra de Zongolica, se aventuró a realizar.

Esto no dejo de despertar en mí cierta perplejidad, pues pocos académicos han tenido la iniciativa de acercarse a esta poesía desde su propia lengua y menos aún aquellos que no eran hablantes nativos, lo cual también creo que es motivo de pena para aquellos que defendemos las humanidades en Mexico. Puedo decir en mi defensa que esta carencia no es exclusiva de mi persona, sino casi una característica compartida por todo mi gremio, tan es así que la facultad de Letras de la Universidad Veracruzana, lleva como calificativo el término de "hispánicas" como si la literatura hispanoamérica tanto en un sentido histórico y actual solo se hubiera alimentado del legado ibérico o de fuentes criollas. Es evidente que somos una sociedad mestiza como puede verse en nuestros rostros, nuestra gastronomía, nuestras toponimias, nuestros acentos y muchos de nuestros hábitos y tradiciones culturales, con una educación formal que es más bien europea. Pero aún así, hay de modo adyacento o asumido un componente indígena. Lo poco que conocemos de ese otro lado de nuestro rostro (tan maltratado por las políticas educativas y culturales desde los tiempos del virreinato) lo hemos aprehendido por vías poco "académicas": las narraciones de nuestras abuelas o nanas que las más de las veces trataban sobre espantos y fantasmas, difuntos y dioses.

Hoy esa mirada ha cambiado, se ha completado la visión de nuestro propio rostro. Muy recientemente se han iniciado varios programas que fomentan el conocimiento y respeto a los miembros, las costumbres y las lenguas de los "pueblos originarios" (nombre al que Carlos Montemayor, uno de los más sobresalientes intelectuales que luchó por sus derechos en el México contemporáneo, prefirió sobre el de "indígenas", término de connotaciones peyorativas marcadas por tantos años de racismo y humillación). Es evidente que la difusión de estas valiosas muestras de creatividad y expresion cultural de estos pueblos, que sigue viva pese al hambre y la depredación, es una herramienta más que valiosa para reconocer su grandeza y, consecuentemente, reivindicar y reafirmar nuestra pertenencia y orgullo identitario como mestizos. Pero también resultan indispensables en esta tarea los trabajos de investigación histórica, antropológica, arqueológica, cultural y literaria de los habitantes del territorio que actualmente recibe el nombre de México, antes de la llegada de los españoles o en fechas inmediatamente posteriores a ella, y su divulgación para que sepamos realmente el sentido histórico de nuestro devenir y transformación. La publicación de Xopancuicatl. Cantos de lluvias, cantos de verano tiene este valor.

Asumidos como parte de Occidente, sentimos como propia la tradición helénica, nos identificamos con los cantos homéricos, nos sentimos herederos de la cólera de Aquiles y la astucia de Ulises y retamos en boca de Julio Torri o Salvador Elizondo a las sirenas. Pero ignoramos el canto de Motelchiuh o de Yoyoh, y los valores de los príncipes Huanih o Coanacoch, cuya fama imperecedera durante el siglo XVI, ha desaparecido a tal grado de México en la actualidad que nos es difícil incluso pronunciar sus nombres con corrección.

Los doce cantos que este libro recupera para la historia de la antigua literatura mexicana son parte valiosa de una tradición extraordinariamente rica que no murió con la llegada de los españoles, sino que se mantuvo viva y de cierta forma incluso se fortaleció con la adquisición de la escritura de los colonizadores. Como afirma el autor en las páginas 18 y 19 de su libro: "El proceso de conquista y dominación que iniciaron los españoles a partir de 1520 no supuso una interrupción de esta tradición, sino una continuación de factotres multiculturales diferentes que, al menos hasta la segunda mitad del siglo XVI, no afectó a su vitalidad como alta cultura. Es más, durante el siglo XVII se experimenta un desarrollo importante gracias a la adopción del alfabeto latino para sus lenguas y la introducción de la imprenta, lo que permitió generar una literatura escrita hasta entonces eminentemente oral y representacional, además de su apertura a los nuevos aportes de la cultura eurocristiana".

Ese auge esplendoroso durante el virreinato temprano, como comenta el estudioso, fue sin embargo efímero. En un siglo la tradición cultural de los pueblos originarios de nuestro país entre las élites se vio interrumpida, incluso cabría decir castrada, por la marginación y el desprecio de una sociedad criolla que no creía ya reconocerse en ella. Estos doce cantos son una pequeña muestra de aquellos que han quedado o permanecen en el olvido. Los demás están a la espera de otro investigador tan acucioso como Miguel Figueroa (si no él mismo) los rescate y difunda.

Como se nos explica en este libro, los cantos no se recitaban de manera casual, sino que eran cantados o más bien representados en rituales guerreros que se celebraban en ceremonias especiales de acuerdo al ciclo calendárico y las estaciones del año. Esta contextualización resulta sumamente importante para la comprensión no sólo de los textos de este corpus, sino de la lírica antigua de Mesoamérica, que como casi toda la poesía antigua no puede desligarse de la música y el contexto ritual dentro y para el cual fue creada. En las crónicas a las que acude Miguel Figueroa para reconstruir ese contexto encontramos fragmentos tan notorios como el siguiente que cita en la página 28:

    "Hacían el baile de ordinario en los patios de los templos y casa reales, que eran los más espaciosos; ponían en medio del patio dos instrumentos, uno a hechura de tambor y otro de forma de barril hecho de una pieza y hueco por dentro, puesto sobre una figura de hombre o de otro animal que le tenía a cuestas y otras veces sobre una columna; estaban ambos de tal manera templados que hacían muy buena consonancia. Hacían con ellos diversos sones, para los cuales había muchos cantares que todos iban cantando y bailando con tanto concierto que no discrepaba uno de otro yendo todos a una, así en las voces como en el mover de los pies, con tanta destreza que ponían admiración al que los veía. El modo y orden que tenían en hacer su baile era ponerse en medio, donde están los instrumentos, un montón de gente que de ordinario eran los señores ancianos, donde con mucha autoridad casi a pie quedo bailaban y cantaban, después salían de dos en dos los caballeros mancebos bailando más ligeramente, haciendo mudanzas con más saltos que los ancianos, y haciendo una rueda ancha y espaciosa cogían en medio a los ancianos con los instrumentos. Sacaban en estos bailes las ropas más preciosas que tenían y las joyas y preseas más ricas según el estado de cada uno. Ponían tanto cuidado en hacer bien estos bailes que desde niños les enseñaban, teniendo lugar y tiempo para ello, dándoles ayos que los rigiesen por toda la ciudad y maestros que los enseñasen."

Miguel Figueroa cita a Juan de Tovar en un texto de 1586, lo que resulta verdaderamente curioso pues otro Juan Tovar, en este caso dramaturgo contemporáneo, trató en su obra Las adoraciones un tema relacionado con el que nos ocupa: la supervivencia de la religión y los rituales mexicas entre los nobles y guerreros, en épocas posteriores a la conquista.

Recopilador, antologador, traductor, filólogo, estudioso en fin, Figueroa Saavedra ha realizado una minuciosa labor con, para y por estos textos. De tal manera que no nos los entrega solos, sino situados en su momento, contextualizados, anotados profusa y cuidadosamente para no perder matiz ni detalle de lo que el texto de estos cantos nos transmite. Conocedor profundo no solamente de la lengua náhuatl, sino de la historia cultural y particularmente de la historia literaria y de la retórica de la lírica nahua del siglo XVI (como lo prueba además de las páginas eruditas del "Estudio preliminar" de Xopancuicatl, su conocimiento profundo y su traducción de otro texto que esperamos ver publicado en fechas próximas, me refiero al Nican Mopohua), nos advierte:

"En estos cantos se despliega todo un orden social, una forma de pensamiento y vida que nos desvela la profunda y compleja cosmovisión de los pueblos nahuas y en general de las culturas mesoamericanas, donde lo natural y lo humano se amalgaman alrededor de la excelencia de lo absoluto y lo divino, participando de ello. El canto florido era considerado por los nahuas como un arte civilizatoria que junto con otras era atribuida en origen, como la práctica totalidad de los logros civilizatorios, a los legendarios toltecas. Al canto y a la música se le atribuía un origen divino" (Figueroa Saavedra: 28-29).

Esta última afirmación nos remite nuevamente a Grecia, y también, como nos dice el autor a la India sánscrita y al Israel bíblico, es decir a los tiempos fundacionales de la cultura universal. Lejanos en el tiempo, pero cercanos en los temas (la lluvia y la sangre de la guerra) estos doce xopancuicatl no sólo nos recuerdan la fuerza y la grandeza de la que también provenimos, sino que tal vez "al meter el dedo en la llaga" también nos ayuden a entender algo más de nosotros mismos. Provenimos, por todos los flancos de nuestros orígenes, de pueblos guerreros; pero algo hemos hecho mal, porque nuestras guerras han dejado de tener reglas y "sentido" y son cada vez más atroces, sanguinarias y absurdas. Huitzilopochtli se ha vuelto insaciable.

Pero detengámonos en uno de estos xopancuicatl, cantos de primavera y verano, de las lluvias que inician en mayo y permanecen hasta septiembre, como dice el autor citando al naturalista y médico virreinal Francisco Hernández (otro homónimo, esta vez de un poeta contemporáneo y coterráneo); entre los que se encuentran cantos de guerra, cantos divinos, de placer o de desamparo y que utilizan los símbolos de la flor y los pájaros, del jade y la serpiente:

    Solo dice eso Achitometl, sólo pide esto
    una chinampa,
    una garza, un pato, una serpiente que se enrosca,
    ya sale todo esto
    un venado sin flechar,
    gracias a esto les llevará a su casa
    porque le pidieron agua
    y un cerro en el mundo

La belleza de este fragmento puede apreciarse de mejor manera si nos compenetramos con la cosmovisión y el contexto cultural del que proviene, elementos que Miguel Figueroa nos proporciona tanto en el estudio preliminar, como en las múltiples y exhaustivas notas a pie de página. Aunque también es cierto que su número y tamaño pueden desanimar al lector que busca más la poesía que la erudición. La virtud de que la mayor parte de la información erudita esté fuera del texto principal, nos permite una doble lectura. Podemos leer cada canto con las notas o sin ellas, y, en todo caso llevar a cabo ambas lecturas en momentos distintos. Invito a los lectores a realizar además un ejercicio imaginativo para poder apreciar mejor estos versos: cerremos los ojos y recordemos alguna de las danzas rituales (con su acompañamiento musical, por supuesto, de tambor y chirimía) que seguramente hemos presenciado alguna vez en alguno de los múltiples pueblos de nuestro país en que se danza en las fiestas patronales, o recordemos (si no hemos tenido la oportunidad de ver ninguna de ellas) por lo menos el más conocido de estos "sones": el xochipizahuac, que se sigue entonando y danzando en honor a la Virgen del Tepeyac. Así quizás sea más fácil recrear las coreografías, los ritmos musicales y la interpretación musical de estos cantos.

Ojalá a algún director de escena, de los muchos que hay en nuestro país se anime a escenificar estos cantos de lluvia y de verano, tal vez ahora no para alentar y alabar la guerra, sino para convencer a Huitzilopotli de que ha llegado el tiempo de la paz.

Ester Hernández Palacios
Universidad Veracruzana
La Nueva Creta, Coatepec, junio 2011.

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