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Presagio

Por Héctor Alvarez Castillo

Noviembre 2005

A mi amigo Sergio Lucio,
con quien visitábamos cementerios
saltando tapias y rejas en las noches de otoño.

I


Tenía tres años cuando maté un animal ante ella para que empezara a saber qué es la muerte. Sus ojos estaban bien abiertos, apenas un gesto de sorpresa, tal vez una advertencia. Quién sabe si intuyó que la muerte también podía llegarle. No creo que entendiera mucho, en todo caso fue una visión que se disipó fácilmente, un presagio.

II


En los árboles habitaba la tormenta; dos noches lloviendo sin cesar y por las mañanas un cielo ceniciento. Es el cielo del color que amo, me acerca a las fotos que he visto en mi infancia y que guardan para mí una extraña seducción, un misterio no revelado.

Días que se sucedieron grises, mientras en las copas y contra las ventanas la borrasca golpeaba fuerte y veloz. Aquella tarde la llevé a pasear, quería que disfrutara de la naturaleza. El fin de la paz siempre es la guerra y desde pequeña tenía que aprenderlo. Fue corriendo hasta los bebederos. El agua la perturbó siempre. No es sed, es algo que la domina. Había barro alrededor de cada cosa. Al comienzo cuidé que no se ensuciara, pero era imposible. Decidí dejarla libre. Si sus ropas se manchaban no le dábamos importancia. Lo que valía era que disfrutara de la tierra y del agua, del deseo, de la furia de los elementos desatados a su antojo. Todo es capricho, no existe otra razón.

Bebió de muchos surtidores, se mojaba con el agua que iba a su encuentro y con la que ansiaba. La llovizna nos visitaba por ratos y yo no atiné a protegernos; hubiera sido fijarse en tonterías ante esa verdad mayor que anhelaba y era cierta.

El contraste de ese color metálico y el marrón de los troncos empapados arma un paisaje único. No tenía otra opción que entregarme a la contemplación. Pensé que reflexionar obsesivamente sobre algo era traicionarme; todo estorbo debía ser abandonado. Ella también lo hacía. Los chicos son más frecuentes a tales descubrimientos. Luego lo olvidan. La gente envejece más de lo que cree y olvida mucho. La naturaleza se alteraba y veíamos las cosas caer y moverse con furia asombrosa, las hamacas se chocaban sin cesar; estábamos solos, en ese instante no había otro ser que se interesara por el universo.

Primero fue un pájaro que cayó lejos. Lo alcancé a divisar. No estaba atento más que al aguacero y el pájaro cayó como si fuese guiado por una sentencia. Luego fue otro, otro y otro. Ya había fijado sus llamativos ojos en el nuevo presagio. Nos miramos, pero cada uno continuó por su lado. Separados y unidos por algo superior que nos excedía, quizás algo siniestro, algo a lo que no podíamos acceder. Algunas de las aves eran palomas abiertas en dos, rojas de sangre, otras agonizaban estrelladas contra la tierra. Atisbaba una belleza especial en el parque. Una belleza que nos enloquecía y nos incitaba a ahondar aún más. Estábamos sobrecogidos. Sólo en el Apocalipsis leí cosas tanto o más difíciles de creer, pero, a diferencia de aquello, esto estaba ante nosotros con insolente impunidad mientras el viento conquistaba metro a metro todo lo que nos rodeaba. Sin darnos cuenta nos fuimos acercando. Cuando reaccioné estábamos abrazados. Miraba con libertad hacia lo lejos, buscaba hallar la causa que le explicara la maravilla que se desplegaba ante sus ojos. Creo que me tenía en cuenta, jamás me ha dejado de tener presente. La calma provenía de la lluvia que se marchaba, la vida se fue aquietando. Era la muerte de lo fuerte ante la nada. Después del movimiento la existencia se retuerce en un silencio macabro e inconfesable. La desolación era dueña de las cosas. Pájaros destrozados cubrían el campo, los pastos estaban rojos, cegados por el barro. La alcé con los brazos y nos fuimos lejos, tambaleándonos al caminar. No estábamos en ningún sitio de este orden.

III


Nunca supe con certeza lo que un nacimiento puede significar para un chico de cinco o seis años. Para ella las cosas cambiaron bastante. El trato de su madre ya no era el mismo, Sebastián requería de manera constante mayor atención y ella no hizo otra cosa que acercarse cada vez más a mí. Nos hizo bien a ambos. Sentíamos que él estaba de más, su presencia no estimulaba a pensar ni a crear nada que fuese significativo.

En los primeros meses el bebé durmió en un viejo moisés, a la par de la cama matrimonial. A veces los cuatro compartíamos la noche. Ella se ingeniaba para estar en todos los sitios en los que su madre se hallaba conmigo. Pensé que era su modo de evitar que trajéramos otro Sebastián al mundo y que la situación se hiciera más embarazosa. Considero que obraba por temor, un temor que no sé dónde fue a parar, en qué espacio de su corazón se aisló ni qué poder de su ánimo fue capaz de sujetarlo. A los cuatro o cinco meses los dos ya compartíamos el mismo dormitorio; el cuarto estaba alborotado, nada era de nadie, las cosas iban perdiendo identidad.

Recuerdo que jamás fue de andar mostrando a Sebastián. Sus amigas, de haber sido por ella, jamás lo hubiesen conocido; en cada acto siempre lo dejaba de lado. No permitía que habitara su mundo más que de la forma abrupta en la que había ingresado. él estaba lejos de su sensibilidad y de sus ideas, lejos del futuro. Esa vida, para mí, hoy sólo es parte del pasado.

No hay recuerdos, no hay imágenes de festividad, no hay nostalgia. En una de esas mañanas, un penetrante ruido, mezcla de llanto y gritos, nos tomó desde el sueño. Sebastián se había caído de la cama y golpeado en la frente, le corrían hilos de sangre entre lágrimas que descendían por sus delicadas mejillas y su respiración agitada. Mi mujer corrió con él dirigiéndose hacia ambos. Fue una escena vulgar. Pasó hace mucho tiempo y, por suerte, ahora sólo es una anécdota en la memoria de esta familia. Sebastián ya está bien, muy bien; ese amanecer sudó, lloriqueó, la fiebre lo dejó abatido. A mí me molestaba verlo así, pero con los días se repuso... Ya está bien.

IV


Recién hablé de sus compañeras de jardín; en verdad les era indiferente, sólo con Ileana mantenía una buena relación. Las unía una simpatía, un gusto y una complicidad semejantes. Ninguna de las dos respondía a lo esperado para esa edad.

A los seis años comenzaron juntas la escuela primaria. Iban a un colegio a tres cuadras de casa. Grandes árboles cubrían como foresta la vereda del frente. Tenía un hermoso parque con un camino de ladrillos rojos y una infaltable fuente. A la izquierda, las aulas formaban un pabellón gris y blanco, mientras el patio y el mástil ocupaban el centro de la manzana. En esas horas pasadas en el claustro de Echeverría su amistad se afianzó; desde la mañana se las veía una al lado de la otra, se buscaban mutuamente para llegar tomadas de la mano. Contaban las maestras que en los recreos eran inseparables, almorzaban en la misma mesa donde más tarde merendarían. Ileana aparentaba responder más a los pensamientos de Anabel que a sus propias ideas. No sé, tal vez ella se adueñó con intensidad de esa alma nueva y taciturna.

V


La tarde aquella también llovió y el gris tuvo gran fuerza sobre los seres. Los animales estaban distintos, se los veía raros; los perros olfateaban sin hallar rastros. Son animales tontos. Los gatos gozan de otra capacidad, saben como fregar el lomo contra nuestras piernas.

Tercer grado fue a las afueras con destino a una cabaña. Eran experiencias que practicaban los cursos menores una o dos veces al año. En abril les tocó a ellos, a los chicos de la maestra Lina; yo también tuve una maestra con ese nombre. Por lo que esa mujer relató durante horas, horas y días, en ningún momento quiso dejarlos a solas, pero se los veía bien, disfrutaban de correr y sentir el aire fresco del campo. Cuando la lluvia arreció, traspasando los árboles y el cielo, reunió a los trece y los dejó en la casa bebiendo leche con galletas. Ella también estaba rara, la acompañaba Ernesto, él siempre manejaba en esas ocasiones y, en ese lapso, pensaron que podían estar juntos sin inconvenientes. Todo resultaba sencillo y natural, la tormenta ayudaba. Fueron a refugiarse al ómnibus donde después de amarse se entregaron al sueño.

El olor de los materiales cuando se queman es especialmente desagradable y el fuego crece cuando el aire lo alienta. Algún niño que se despertó debe de haber abierto una ventana con desesperación, sin poder saltar fuera y el fuego darle en la cara hasta agotarlo, o tal vez fuera Ileana que arrepentida intentaba alcanzar a su amiga. Nunca un frasco de pastillas tuvo tanto éxito. El fuego y la asfixia terminaron con los doce. La urgencia tardía de Lina y de Ernesto apenas se notaron. Estaban lejos de la ciudad, lejos de los hombres; el micro sólo se lleno de cadáveres, gemidos y muerte. La preciosa muerte que siempre responde.

VI


La agitación por el desastre no sé como contarla. Fue enorme, patética y dolorosa; pero ella no aparecía. Por dos noches permanecimos los tres en un estado cercano a la locura. Sebastián manifestaba con sus medios no entender lo que estaba sucediendo. Él y su madre descansaban a fuerza de sedantes. Yo pasé las dos veladas buscándola; no aparecía, no servían de nada las pistas. Recién al segundo día se la vio al margen de un lago, absorta, contemplando el agua, esa belleza de caudal inagotable. La trajeron junto a mí. Apenas habla, a su manera me ha hecho saber las cosas. Sé que hay envidia y odio en el rostro de los otros. Todos están lejos, son como las palomas quebradas del parque. Llueve, hoy llueve copiosamente, y ella, a los ocho años, se ha quedado dormida sobre mis piernas y aunque los demás digan que no respira, sé que jamás podría desvanecerla con estas manos.
Valentín Pérez Venzalá (Editor). NIF: 51927088B. Avda. Pablo Neruda, 130 - info[arrobita]minobitia.com - Tél. 620 76 52 60