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Vida en la escritura
Por Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
Abril 2006
El verano pasaado viví en Boulder una mínima experiencia que me descubrió el interés que muestran los escritores norteamericanos por la literatura de terror. No pretendo ofrecer una explicación ni científica ni definitiva ni tampoco exhaustiva; más bien pretendo trazar algunas posible líneas no teóricas y sí empíricas que expliquen una tendencia tan frecuente y que no se deja reducir por explicaciones formales o culturales, o con mayor simplicidad, sociológicas.
Era verano, justo después del solsticio, y anochecía a la nueve de la noche. A tan temprana hora, al menos para alguien acostumbrado al horario español, la gente se había refugiado en sus casas, y la calle estaba iluminada por las luces de los portales y alguna farola perdida. Vivíamos en una zona residencial de la ciudad – pequeñita, eso sí, nada que ver con las grandes urbes americanas –, en un lugar poco transitado sin estar desierto. Una de las habitaciones daba al jardín comunitario de cuatro edificios que constaban de planta baja y primero, y que albergaban cada uno cuatro apartamentos. éramos en total, dieciséis familias. El jardín tenía un abeto longevo, una mesa de madera y algunas plantas, y lo iluminaban las luces de los portales y de los rellanos, más algunas de las viviendas particulares y, esto es importante, la luna cuando estaba llena. Fue una de esas noches, la luna despejaba las tinieblas y daba un tono especialmente plateado al abeto y llenaba el silencio de la noche. Serían las cuatro de la madrugada, no recuerdo que hubiéramos visto ningún mapache aún merodeando por los caminos y los arbustos. Ni una sombra, ni el más mínimo ruido, ni siquiera el de un televisor o una radio; parecía que estuviéramos en medio del campo. Lo curioso es que así era todos desde las nueve y media o diez de la noche con la previsible excepción de los fines de semana. Entonces oíamos ruidos de motores y de personas que reían o chillaban o vociferaban en la oscura lejanía toda la noche. Durante toda la semana oíamos sirenas que surgían y se volvían a sumergir en la oscuridad con pasmosa facilidad y rapidez.
Era una ciudad fantasma habitada en su vientre. En la superficie, el curioso observador solo podría percibir la luz fantasmagórica derramada sobre las ramas del abeto, que componía una espectral estampa junto a la mesa; sentiría también un silencio pesado e inquietante, y la presencia escondida detrás de los cristales de otras personas. En esas horas un niño puede imaginar cualquier cosa, abandonado ya el tráfago de la vida y encerrado en su cuarto esperando la hora de dormir. Puede permitir a su imaginación que vague por regiones desconocidas en busca de peregrinos secretos y recompensas, o permitir a criaturas desconocidas que lo acompañen hasta que le llegue el sueño.
Aquí Howard P. Lovecraft o Edgar A. Poe tuvieron una educación superior a los demás si descontamos a los ingleses. No debería extrañarnos que Estados Unidos y Gran Bretaña sean los dos países que mejor y más se han interesado por los géneros fantástico y de terror. Viven en ciudades y sin embargo mantienen un asombroso aislamiento que puede llegar en algunos casos a reclusión. La vida está más cerca de la de algunas zonas españolas del norte donde las casas están repartidas por las faldas de los montes y los núcleos urbanos grandes no existen apenas. Viven los americanos en ciudades con lo que no desconocen las ventajas, inconvenientes y ansiedades de la vida urbana, pero al mismo tiempo, el vivir en casitas o en pequeños edificios rodeados de jardines les ha hecho no perder la intimidad del campo, y esto se nota incluso en las grandes urbes.
Cultivan así una peculiar manera de estar en el mundo en la que conjugan la soledad con la certeza de que en la casa del al lado – al otro lado del tabique o a pocos metros – hay otras personas aunque el velo recio que envuelve la vida privada no deje ver lo que ocurre y cada uno tenga que imaginar qué es lo que puede estar ocurriendo en la casa de al lado. A ello no es ajeno el espíritu protestante, por un lado defensor del individuo quien no tiene que rendir cuentas a nadie más que a dios, pero que al mismo tiempo establece una ética civil calcada de la religiosa y que conduce a la costumbre de la vigilancia social. La necesidad de aislamiento así como su defensa ha de compaginarse con un cierto grado de control social, que en algunas épocas ha sido asfixiante, y que se traduce o puede traducirse por un velado espionaje.
Quizás lo más interesante sea la posibilidad que el modo de vida americano brinda de sentirse a solas, como si aún estuvieran en la frontera, la del Oeste pero también la personal donde las obsesiones, los anhelos y los miedos vagan libres, una frontera interna y externa: doméstica y urbana, psicológica y social; una frontera surgida de unos hábitos de vida concretos, y que el escritor absorbe de manera inconsciente. Después de haber vivido en Boulder no he dejado de preguntarme si los escritores norteamericanos habrían escrito cuentos de terror y fantásticos tan excelentes si hubieran vivido de otro modo.
Todo esto viene a cuento de uno de los interminables y recursivos debates en torno a la literatura y a los escritores que aparece con aburrida periodicidad en la prensa. A propósito de no me acuerdo qué novela, un crítico dictaminaba que al escritor le faltaba haber vivido más. Ante juicios de tal calibre, poco valorativos y muy subjetivos, reaccionamos de manera explosiva, ya sea para confirmarlo como para rechazarlo, y rara vez nos paramos a pensar en lo que encierran o lo que se esconde tras ellos.
En principio habría que pensar qué significa vivir más, porque muchas veces los que aparecen en los medios ufanándose de haber vivido mucho, en el fondo casi lo único que dejan claro es que han bebido mucho, acostado a horas intempestivas y estado con muchas mujeres. A eso se reduce todo la mayoría de las veces. Otras, muy pocas la verdad, el escritor ha viajado, como aventurero no como turista, por los cincos continentes, aunque sobre todo por áfrica, la India, algunos otros países asiáticos y Australia. Es verdad que el conocimiento de otras culturas puede resultar instructivo y enriquecedor, aunque en una época de turismo masivo puede darse la paradoja de que cuando uno llegue a un territorio exótico, lo que se encuentre es una multitud de europeos que han ido allí a observar lo mismo, y que los oriundos del lugar no comparezcan por el escenario aburridos como están ya de tanto turista entrometido ejerciendo de aprendiz de antropólogo.
Por lo dicho hasta ahora, creo que queda expuesto con meridiana claridad que la idea del vivir para escribir literatura me resulta poco creíble. Al menos, repito, tal como se suele entender. Y sin embargo, a pesar de ello, creo que la vida moldea y puede ofrecer ocasiones extraordinarias para una literatura que se quiera con fundamento como creo haber explicado en algunos párrafos anteriores. Me cuido mucho de escribir
literatura sincera porque es otro término aún más resbaladizo. Claro que el peligro que corre entonces el escritor, además de conformarse con un reflejo vívido de lo vivido sin tener en cuenta que hay un lado técnico – aburrido pero imprescindible si se quiere escribir bien, y otro momento que es de la revisión del manuscrito que puede llegar a consumir más energías que la primera escritura –, es el de caer en el costumbrismo. Se escribe lo que se vive, y como lo que casi todos solemos haber vivido es algo muy normal, dentro de los usos y costumbres, lo que queda al final es el reflejo costumbrista. En el fondo, pero es tema ya de otro escrito, todo se reduce a un mero asunto de perspectiva y de punto de vista.
Elvira Calvo es autora del libro
Pájaro del sueño, editado por Minotauro Digital.
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