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La medalla

Por Jesús Román Martínez

Julio 1999

   Mi padre salía cada mañana armado con una de esas herramientas que usan los aficionados para escarbar en los jardines. Nunca volvía hasta la hora de comer y siempre lo hacía rumiando entre dientes no la encontré.

   Nuestra conversación, hay que decirlo, era aquellos días un tanto monótona. Cuando no decía nada de haberla encontrado, yo le preguntaba la encontraste y él respondía que no con la cabeza. Sorbía en silencio la taza de caldo y, cuando terminaba, extraía los dientes postizos con un ruido que me recordaba el de abrir botellas de cerveza y los sumergía en el vasito con la pastilla antes de desaparecer en su cuarto. Sé que no dormía porque, muchas veces, al pasar por el corredor, miraba por el rabillo del ojo y lo veía tumbado, vestido, fumando pese al enfisema.

   Yo me encontraba sin empleo y los rituales taciturnos de mi padre me deprimían aún más. Especialmente después de la comida, cuando solía quedarme tumbado sobre los antebrazos en la mesa sin recoger, atontado hasta que se hacía bien tarde. Hasta aquella hora, mal que bien, había sobrellevado la mañana. Vivíamos solos y yo me encargaba de la casa, limpiar, coser, hacer la compra, cocinar. Eso me mantenía ocupado y, por qué ocultarlo, acabé no haciéndolo nada mal. Pero luego, el olor del tabaco que invadía la casa por el pasillo, la vista de los restos de comida sobre la loza hacía poco bien lustrada y, sobre todo, la pastilla me hacían polvo. Fíjense en el asunto de la pastilla. Era uno de esos desinfectantes comprimidos que usan los desdentados. Se pone en el vasito con los dientes aún sucios (o al menos eso hacía mi padre, aunque es cierto que una vez vi en una casa de comidas a un tipo que llevaba un cepillito y se entretuvo con él en dejar la suya bien limpia por cada esquina antes de lo del vasito y el antiséptico) y se deja un buen rato hasta que el efervescente se disuelve digiriendo los pequeños restos. Se le debió de ocurrir a uno de esos científico mientras estudiaba la vida de los tiburones y esos pececillos que husmean en su boca para sanearla. El caso, es que yo me acodaba y me iba adormeciendo con el run-run del televisor. Cuando me daba cuenta, la cabeza había ido descendiendo sobre los brazos. Era agradable hasta que cualquier cosa, un anuncio ruidoso, alguna vecina vocinglera por el patio, los canarios limpiándose el pico con el xilofón de la jaula, me producía una sacudida y al abrir los ojos me topaba con la vista del vasito y la pastilla medio derretida, soltando las burbujas como los submarinistas o los ahogados, consumiéndose a sí misma feliz (será por los anuncios de la televisión, pero siempre relacionaba los líquidos espumosos con algo alegre y refrescante). Luego, en algún momento, se acababa y oía el arrastrar de las zapatillas de padre por el pasillo. Me volvía a preguntar si me seguía deprimiendo lo de la pastilla. Yo contestaba que sí con la cabeza y él que se la llevaría a su cuarto, pero nunca lo hacía y yo acababa por levantarme para fregar los cacharros y sacudir las migas del mantel. Mi padre escurría el agua del vaso, lo aclaraba al chorro del grifo y, tras reinstalar el trozo de calavera, se iba al bar. Yo a veces salía, pero siempre regresaba antes que él, que terminaba tarde la partida.

   Alguna vez, por hablar de alguna otra cosa, le pedía dinero para ir de putas, pero siempre me dijo que no, que él no pagaba vicios. Realmente ninguno teníamos mucho dinero, yo a punto de acabar el subsidio y él con su pequeña pensión. Pero yo se lo decía por hablar de algo cuando volvía del dominó. Si no, no hablaba y yo odiaba meterme en la cama-mueble del comedor como si estuviera sólo en la casa. Era un recurso, si no se me ocurría ningún otro tema de conversación, porque ése le irritaba y le volvía locuaz. No las putas, sino el prestarme dinero. Pero todo eso había sido antes porque aquellos últimos meses tampoco conseguía que funcionase: decía un simple no y se iba a dormir.

   Un día me dieron un pequeño empleo. Solo trabajaba por la mañana como jardinero en el parque del barrio. Me gustaba porque eso me obligaba a levantarme temprano. El primer día recordé que eso me tonificaba siempre; eso y el olor del jardín y de la tierra cuando regaba. Pronto llegó la primavera con el jazmín y las lilas y eso me hizo feliz. Incluso leía poesías durante el rato del cigarrito en un libro que había encontrado en una papelera. Además, ya no comía con mi padre por lo que no me deprimía la visión de los restos, las migas y la pastilla. Sin embargo, lo veía por las mañanas porque iba con su herramienta de aficionado al parque. No lo sabía y eso me sorprendió la primera vez que le vi. Mis compañeros, sin preguntar yo nada, me informaron que era un viejo loco que debía buscar un tesoro o algo así: se pasaba todas las mañanas haciendo agujeritos por el parque. Tomaba la alcotana, se arrodillaba y, sin importarle los curiosos que invariablemente le miraban o daban consejos, hacía un agujerito como de veinte centímetros de hondo. Miraba de vez en cuando los árboles y la posición del sol, como orientándose, y luego cambiaba de sitio y hacía otro agujerito y luego otro. Solo tres cada día. Por eso habían dejado de regañarle. Por eso y porque les ignoraba o les enseñaba la herramienta a la altura de las narices con un crujir de dientes que ya sabía yo como eran.

   El me veía pasar con el carrillo de las mangueras y no me decía nada. Otras veces se acercaba y me pedía tabaco e incluso charlábamos del tiempo y de las plantas y eso me hacía ilusión, yo con mi uniforme verde, él con su herramienta en la mano. Cualquiera que pasase podría haber dicho mira, son compañeros y hablan animadamente de su trabajo. ¡Qué bella era la vida en aquellos minutos fumando con los sentidos regalados por la primavera! Recuerdo que una mañana estábamos especialmente animados conversando sobre las peonias y la floración de los rosales. Yo no le había preguntado nada nunca y por eso me extrañó que él me lo contase. Por qué hacía los agujeros. Supongo que hasta él necesitaba contar sus cosas a alguien porque llevaba unos días haciendo tan solo uno o dos. Contó que cuando la guerra había ganado una medalla al valor. No quiso entrar en muchos más detalles pese a mi insistencia. Bueno, yo entonces no sabía que había un héroe en la familia. Para ser exactos sentía que, siendo una familia de dos, era motivo de orgullo que la mitad estuviese condecorada por su valentía, sus servicios a la patria o cosa similar. El caso es que había decidido enterrarla en el parque cuando el ejército enemigo se rumoreaba que estaba a punto de entrar en la ciudad. Luego, se fue del país a trabajar en el extranjero. Eso sí que lo recordaba yo vagamente. No lo vería, pero mi madre lo había contado muchas veces cuando se reunía con las tías a merendar y se refería a él con palabras poco agradables pronunciadas entre dientes. Debía ser porque no nos mandaba mucho dinero.

   ¿Recuerdas a Sebastián?, continuó. Yo recordé que se trataba de un amigote de la partida que había muerto hacía poco. Le enterraron con su medalla en la solapa. Y yo también quiero mi medalla. Evidentemente, contesté que no debía pensar en morirse, que todavía era joven y todas esas cosas, aunque supongo que no me hizo mucho caso porque se volvió para hacer otro agujerito al pié del eucalipto que había detrás nuestro. Uno de mis compañeros llegó en aquel momento a dejar sus herramientas en la casilla y se paró un rato a mi lado a beber del botijo común. Pobre hombre, dijo, señalando con el dedo el culo de mi padre que, por entonces, se encontraba en posición más elevada que su cabeza. Aquel hombrecillo huesudo que resoplaba agazapado en el suelo me encogió el corazón. Afortunadamente acabó pronto, limpió en los pantalones el borde de la alcotana y se fue para casa sin despedirse con aquellos andares de héroe viejo.

   Creo que fue aquella misma semana cuando empezaron a llegar los rusos. Había dos parejas, ellas muy altas y muy rubias, y se ponían a vender en el espolón sus mercancías sobre una mesita. Traían gorros militares de piel, muñecas gordas desmontables, insignias del ejército rojo. La gente los miraba con un algo de aprensión pues solo conocía a los senegaleses y las baratijas que ofrecían enseñando unos dientes blanquísimos. Estos hablaban español como los espías de las películas y daban un poco de miedo como siempre nos dieron los comunistas. Un sábado pensé, mirando las mercancías depositadas sobre el tapete verde de la mesita, que podría hacerlo, que sería bonito por el viejo. Al fin y al cabo, lo más probable es que él ni se acordase de cómo era.

   Me costó dos mil pesetas pero no me importó porque era grande con un prendedor y un símbolo comunista en el centro. Había que envejecerla, claro. Por eso raspé las letras rusas con una lija y la metí en agua cuando llegaba por la tarde a casa para que se oxidase. Luego, la puse una semana enterrada en una maceta del balcón que regaba bastante.

   Pocos días antes, me acerqué a él cuando estaba en plena tarea. Con alguna excusa lo hice levantar, sacar el mechero, darme fuego. Aproveché el momento en que rebuscaba en los bolsillos del pantalón y dejé caer la medalla en el agujerito, empujándola con el pié. Legaron también unos compañeros que se habían hechos amigos últimamente de padre y le ofrecieron vino de la bota que él tomó con un único y largo trago. Yo, mientras, apisonaba a su espalda la quincalla heroica en la tierra removida.

   Acabó la jornada y procuré no aparecer por casa aquella tarde. Estuve dando vueltas por la ciudad, exultante como un niño al que espera en casa un ansiado juguete. También algo avergonzado por engañarle tan viejo. Cuando llegué, estaba un poco bebido porque había acabado pasando la tarde de bar en bar. Padre también lo estaba. Me senté frente a él en la mesa camilla, en silencio, como de costumbre. La botella de tinto estaba prácticamente vacía a un lado. Bebió a morro el último trago y luego dejó caer sobre la mesa, con un tin-tin metálico, la condecoración. De golpe, al verla allí, tendida sobre el hule, yo mismo creí que era la auténtica de tan bien como me había salido la imitación. Aquella chapa roñosa debía ser muy importante al final de sus días porque la acariciaba con la yema de los dedos y los ojos se le llenaron de lágrimas como a mi. No volvió a sacar de casa las herramientas. Iba al parque, se sentaba al sol, daba su paseo alrededor del estanque dando golpecitos cada poco en el suelo con el pie. Uno de aquellos días, al volver a casa para comer, fue cuando ocurrió. En el hospital, el médico de guardia me dijo que estaba muy mal. Por el atropello, ¿sabe?. De lo contrario, era un hombre sano que podría haber vivido mucho tiempo más. Yo afirmé que sí con la cabeza, apesadumbrado como se debía esperar de mí, aunque realmente sentía toda aquella escena lejana, como si fuera una visita a un vecino enfermo. Pienso ahora que era lógico, pues no tenía ninguna experiencia y aquello era muy nuevo para mi.

   El viejo estaba esperándome en la cama, pálido y con los tubos y el suero. Me pareció correcto sentarme a su lado y callar para que él no notase nada extraño, no fuera a darse cuenta de la gravedad de lo suyo. Realmente deseaba evitarle los sufrimientos que pudiera.

   En la penumbra del cuarto, con el ruido de la forzada respiración de padre, no tardé en adormecerme. Recuerdo que soñé que estaba en casa acodado sobre la mesa sin recoger y que esperaba, en cualquier momento, el sobresalto que me despertaría y, entonces, lavaría los platos, tiraría las migas y él aparecería preguntando si me seguía deprimiendo después de comer. Me espabilé de veras cuando entró la enfermera gorda a cambiar el suero. Sé que no está bien, pero no pude evitar mirar como, al estirarse para retirar la botellita del soporte, se vieron sus pechos entre los botones. El caso es que el ajetreo pareció animar un poco a mi padre que parpadeó unas cuantas veces y se removió. Al quedarnos solos quiso hablar, pero no hizo más que ruidos que yo no entendía. No sabía como comportarme y le tome la mano unos minutos. Después pensé que tendría que decir algo que le consolase en aquellos momentos. Por eso creí oportuno decirselo. Que cuando muriese, yo mismo me ocuparía de poner en la solapa la condecoración para que todos los compañeros de partida la viesen. El llevaba un rato más despierto y es seguro que me entendió porque se puso a tragar saliva como emocionado; al rato, me hizo señas de que me acercase. Así, tan juntos, empecé a pensar que tal vez querría besarme. Entonces empezó a hablar. Dijo que le dolía mucho. Que él había hecho la guerra con los nacionales. Luego, se quedó más tranquilo y giró la cabeza como para mirar por la ventana los árboles que se veían en la alameda. Yo me levanté para echar una pastilla en el vaso con los dientes que alguien había colocado en la mesilla.

   Atardecía y una luz rojiza entraba por la ventana como si fuésemos a revelar alguna fotografía. Apoyé los codos en la cama, inclinado, y me puse a mirar el vasito con la pastilla efervescente y así estuve hasta que se hizo tarde y las burbujas se extinguieron.
Valentín Pérez Venzalá (Editor). NIF: 51927088B. Avda. Pablo Neruda, 130 - info[arrobita]minobitia.com - Tél. 620 76 52 60