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Habitando el abismo. La casa imposible de Consuelo Triviño

Junio 2006

Título: La casa imposible
Autor: Consuelo Triviño
Edita: Editorial Verbum
Género: Relatos
Páginas: 140
Precio: 10 €
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La casa no siempre es morada y refugio. La literatura, como la propia vida, certifica que las casas pueden ser lugares sórdidos, espacios a la intemperie donde las paredes y los muros no pueden frenar el odio, la desesperanza y el tedio de sus habitantes. El calor del hogar, la protección necesaria y la comunicación con los otros han sido devastados por formas de vida inútiles, vacías en su mayor parte, que nada pueden hacer por eludir la tentación del abismo. Son casas llenas de rencor, de reproches, de frustraciones, por eso tienen arrasadas cualquier forma de bienestar. En estos espacios tan ásperos y poco propicios para la felicidad, se clausura cualquier atisbo de cotidianidad y se empuja a sus habitantes a vivir en el precipicio, sujetos por la cuerda floja de la incertidumbre. Es así como esos pobladores de lo imposible hacen de la confrontación y el aislamiento unas señas de identidad necesarias para la supervivencia. Es en esa tradición de casas a la intemperie, cuyo antecedente más importante es La Casa Grande (1962) de Cepeda Samudio, donde debemos situar el último libro de Consuelo Triviño, La casa imposible (Madrid, Editorial Verbum, 2005).

De los diecinueve relatos que componen La casa imposible muchos de ellos ya habían aparecido en volúmenes colectivos o en revistas no siempre accesibles, por lo que su publicación en este volumen brinda al lector la posibilidad de ahondar en su quehacer literario y constatar la variedad de registros que muestra la narradora colombiana. No en vano, las historias “desoladoras” de este libro están lejos del extraordinario ambiente familiar retratado en su novela Prohibido salir a la calle (1998), en donde resaltan la ternura de los personajes, la solidaridad en medio del fárrago diario y la mirada cómplice de la joven narradora que contempla, entre ingenua y fascinada, el sorprendente espectáculo de la supervivencia diaria. En cierto sentido, los relatos de La casa imposible muestran el reverso de esa cálida cotidianidad, destapando las miserias y las frustraciones de sus inquilinos, a través de gestos y actitudes que revelan la soledad de sus vidas, las tensiones familiares que soportan o la tentación del mal, como contestación al vacío existencial y la falta de valores.

El tema más visible del libro es el de la soledad, referido principalmente a las mujeres. Consuelo Triviño encabeza su obra con un título simbólico, “Una va sola”, en el que quedan fijadas las pautas estilísticas y los recursos técnicos de la mayor parte de las narraciones. Como en tantos relatos, la protagonista es un personaje anónimo, solitario y ensimismado, lleno de prejuicios que salpican una educación rígida y anquilosada. No conocemos su entorno familiar, aunque lo intuimos, y carecemos de información sobre su pasado, sus hábitos, sus amistados, sus gustos, sus valores, algo a lo que agarrarnos para dibujar el perfil de una mujer que vive dentro de una comunidad social. La falta de datos no es casual, como tampoco lo es el hecho de que la escritora fije su atención en este personaje al que saca de la multitud de la ciudad moderna y lo muestra en carne viva, articulando un discurso interior que es al mismo tiempo obsesión y congoja. Consuelo Triviño no busca tanto una descripción, como una impresión y obliga al lector a leer entrelíneas. Un romance fallido vivido por la protagonista con un extraño al que acaba de conocer en un inmueble semiderruido, lleno de puertas tapiadas y cristales rotos por los que se cuela un viento desapacible, sirve a la narradora para dibujar la debilidad del deseo frente a los encontronazos de la realidad. El edificio vacío y en ruinas refuerza la idea de soledad y desamparo que atenaza la vida de la protagonista. Su huida del lugar del escarceo amoroso tiene una dimensión interna. Es el personaje que huye de todo porque huye de sí mismo.

Una historia fallida de amor con un desconocido es también el tema central de su relato “Carpe Diem”. Como en todo el libro, apenas hay referencias concretas ni datos que permitan reconstruir el hábitat de los personajes, poniendo de relieve la desolación y el vacío en el que se mueven. Sabemos, por la presencia de los vendedores de arepas en la calle, que la acción transcurre en una ciudad colombiana, tan anónima como su protagonista, quien frecuenta una cafetería, no “apta para señoritas”, en la que va a conocer al gran amor de su vida, Santiago Prada. La intensa noche de amor que vive con este personaje supone un bálsamo en su vida, un chorro de aire fresco en la asfixiante rutina de una vida perforada por la falta de alicientes. Esa única noche de amor justifica el título del relato, que se presenta con una estructura circular, puesto que el personaje, conjurando el milagro de la felicidad, sigue esperando en la misma cafetería el regreso de Santiago Prada.

En La casa imposible la desolación también carcome los cimientos de parejas que han caído en la rutina y el tedio, que han olvidado las ilusiones de antaño y la pasión y el amor son conceptos devaluados en el sopor de unas vidas miserables. En “Libertad”, la protagonista llamada Lola, tiene una doble vida. Ante los demás es una mujer feliz, con buena posición social, hermosa y privilegiada en sus gustos, casada con un hombre laborioso y detallista que no se mete en sus cosas y que le hace el amor con disciplina administrativa. Cuando Lola se aburre no duda en utilizar la tarjeta de crédito como terapia frente a la soledad que la atenaza, pero en su mundo es mejor mantener las apariencias de una vida engolada y feliz, disimular frente a las amigas que la envidian al tiempo que admiran su belleza y la exquisita delicadeza que tiene para las cuestiones de la casa y los asuntos mayores del arte del hogar. Sin embargo, en el desarrollo del relato aparece otra Lola, más ensimismada y disconforme, que no se contenta con las compras exclusivas ni con los caprichos saciados a golpe de tarjeta. Ese personaje se siente encerrado en una “jaula de cristal”, viviendo una vida que no le corresponde, saturada en su empeño de parecer antes que ser una mujer feliz. La toma de conciencia de esta realidad, que se rompe en su interior como cualquiera de las lámparas que colecciona, la impulsa a dejarlo todo, abandonando casa, amigas y marido. El personaje, buscando la libertad que da título al relato, huye de la comodidad del hogar para instalarse en la incertidumbre. El relato se cierra con la sorpresa de que todo ha sido un sueño, un sueño de libertad que, a diferencia de sueños pasados, no va a contar a nadie, ni a sus amigas, ni a su marido, porque es, al mismo tiempo, la prueba y el bálsamo contra su frustración.

Esta huida fallida sí se materializa en “Valeria y su jardín”, historia que cuenta los amores lésbicos entre Stella, sesentona acomodada a punto de jubilarse, con dinero, posición social y llena de mil manías, y Valeria, muchacha inquieta y andariega, que tras numerosas penurias económicas cae en las redes amorosas de Stella. El relato describe el deterioro de una relación que fue idílica al comienzo, cuando Valeria era un ser desprotegido y sin recursos, que había salido de su país (¿exilio?) con la muda puesta y encontró en la otra mujer un refugio, una posición, una protección que antes no había conocido. Sin embargo, la convivencia y el paso de los años convirtieron el idilio en un tormento lleno de reproches, acusaciones e intromisiones. La tregua que propone Stella para sortear la crisis amorosa es cambiar de vivienda y ofrecerle a Valeria una casita con jardín, tal y como aparece en el título del relato. La felicidad en la nueva situación dura lo que tarda en organizarse la nueva casa, pero es la imagen del gato castrado (que aparece en otros cuentos como representación de lo hogareño y, por tanto, de una naturaleza domesticada) lo que espolea las ansias de libertad de Valeria, que ve en el dócil felino una imagen de sí misma. Su huida hacia la libertad confiere al relato una estructura circular: no sabemos de dónde viene ni tampoco adónde va.

Entre la libertad soñada -o añorada- y la real se encuentra “Los años vienen a tus espaldas”. En la mejor tradición de las diatribas femeninas contra hombres incompetentes, como ocurre en Cinco horas con Mario de Miguel Delibes, en Diatriba de amor contra un hombre sentado de García Márquez o en el famoso monólogo de El ruido y la furia de William Faulkner, este relato es un ajuste de cuentas contra la vanidad y la prepotencia de un personaje con el que puede identificarse un determinado tipo de hombres. El retrato psicológico que Consuelo Triviño hace del personaje es descarnado y por momentos cruel; hay, hasta cierto punto, una actitud de ensañamiento por parte de la voz narradora que reconstruye su vida al lado de este hombre que antes representaba la prepotencia y la soberbia y ahora se encuentra postrado en una cama, alimentando el sueño imposible de tener una vida saludable como en el pasado. El texto está lleno de alfileretazos contra un personaje caracterizado por su desprecio hacia los demás, sus opiniones contundentes que rezuman intransigencia, su desinterés por los cariños no correspondidos de la pareja, un personaje que castiga con sus palabras, pero también con sus silencios, silencios duros como pedradas.

Un resentimiento sin fisuras marca la visión del personaje masculino, salpicado en todo por defectos y complejos -incluido el edípico- que lo convierten, a los ojos de la protagonista, en una criatura dañina y llena de ponzoña. A diferencia de otros personajes, en éste se insinúan algunos trazos de su vida: una infancia en Roma y Florencia, una madre fallecida en el momento de dar a luz (de ahí su complejo edípico), un amor perdido que lo lleva a la exasperación, una familia rota por abandono del hogar, una vida mediocre como profesor universitario y la manifiesta incapacidad para escribir una obra mil veces anunciada que cambiará el rumbo de la historia y que lo convierte en un Bartleby de pacotilla.

Uno de los relatos que mejor retrata la situación de soledad, abandono y desprecio de muchas mujeres es “La muñeca”, una de las piezas más notables de todo el libro. Si bien es frecuente el recurso de la primera persona para acercarnos al drama vivido por las mujeres que protagonizan los relatos anteriores, en este texto la sorpresa viene dada porque quien nos cuenta su historia es una muñeca hinchable, de las que se venden en los sex-shops. La historia de su vida, y por tanto de sus frustraciones, arranca en el escaparate de una tienda erótica, donde todos la contemplan y desean, hasta que por fin llega el hombre de sus sueños. La historia fascina y sorprende porque Consuelo Triviño adopta un punto de vista insólito en la narración: contar una relación de amores clandestinos desde la óptica de la muñeca. Amores clandestinos que implican una doble vida en el extraño amante, que establece no sólo una complicidad sentimental con su muñeca, sino también una rutina, que se parece a la de cualquier pareja. Es él quien la lava y la pinta, quien se encarga de acicalarla para que esté hermosa y la viste con encajes y ropa íntima de lencería fina. El relato está impregnado de un extraño erotismo, que pellizca el lado fetichista del lector y deja entre sus páginas nuevas y hermosas versiones de los tradicionales signa amoris, con sus deseos, soplos, aspavientos, ansiedades, urgencias, desesperaciones y los inevitables celos.

La historia amorosa de esta muñeca es también la historia de su “humanización”. Como si fuera real, siente como una mujer y como una mujer se siente abandonada, se siente sola e incomprendida, siente deseos y necesita tener la iniciativa de las cosas, decidir sobre la cotidianidad que les rodea, salir a la calle para hacer más llevadero el mundo que soporta y aliviar así la claustrofobia que se alimenta de la clandestinidad.

El final del relato es sorprendente. El lector descubre, como en “Libertad”, que todo ha sido un sueño, quizás una pesadilla, que se parece a la propia realidad de la protagonista. Es ella, en la vida real, quien se siente como una muñeca hinchable frente a su pareja, se siente como un objeto de placer, un alivio pasajero que mina y hace crujir su identidad femenina. Su amenaza de huir del hogar y su invitación-reproche a que se alivie con una muñeca de plástico confiere al texto una dimensión circular. Los sufrimientos de la muñeca soñada no son más que la metonimia de un dolor más profundo y cuya realidad alcanza el tamaño de su desesperación.

En un libro sobre las casas imposibles no podían faltar las familias imposibles, insolidarias y desarticuladas, en las que se desmitifican los elementos característicos de las sagas literarias. En este sentido, su novela Prohibido salir a la calle supone una aportación notable, con su galería de personajes solidarios, implicados hasta la médula en sacar adelante a los retoños de la casa y proteger a los más débiles. La novela rinde tributo a unas mujeres poderosas, que traen a la memoria algunas de las matriarcas más sobresalientes de la literatura colombiana, capaces de enmendar la locura de los hombres y establecer un canon de valores más allá de los prejuicios de la sociedad. Pero en “La casa imposible”, relato que da título al libro, todo parece girar de forma contraria, como si las agujas del reloj de la vida se hubieran vuelto locas y son los valores negativos los que presiden la convivencia. Como La Casa Grande de Cepeda Samudio, ésta es una casa construida a partir del odio y el rencor de sus personajes, siendo ésta una materia más indefinible que el cemento y la argamasa, pero mucho más duradera en el tiempo, como si estos sentimientos formaran parte de una memoria genética que se transmite de generación en generación. Los personajes se mueven en el relato siempre con el adjetivo “miserable” entre los labios, masticando insultos y reproches, a encontronazos con la cotidianidad, estableciendo alianzas que siempre desembocan en la derrota y el sufrimiento. Cualquier atisbo de ternura por parte de la madre y la hija menor es arrasado por la dura complicidad del padre y su primogénito, personajes inmunes a la ternura, que han hecho de la destrucción y el insulto una nueva gramática parda de la vida.

Otra casa imposible es la que aparece en su relato “Nunca es demasiado tarde”, pero en esta hay puertas abiertas a la reconciliación y a la esperanza tal y como se desprende del título. La protagonista, llamada Nidia, es una veinteañera rebelde y enfrentada a todo lo que le rodea. Se presenta ante el lector como una estudiante de contaduría que pasea sola y frecuenta lugares poco recomendables, a la espera, quizás, de algún amor soñado que se resiste a hacerse tangible. Quien se le acerca es un joven engolado y un tanto fanfarrón, gerente de una importante empresa y alta posición social, que haría las delicias de muchas madres y que en la trama del relato sirve para destapar algunas de las falsedades que alimentan la vida de Nidia. No es verdad que vaya a la universidad, ni que desprecie tanto la alianza que existe entre su padre y su hermana, solidarios siempre con el dolor inmenso de una familia rota por la muerte prematura de la madre, a la que visitan todos los domingos en el cementerio. Como otros personajes del libro, Nidia tiene la tentación de cambiar su vida y alejarse del entorno familiar, pero esa tentación se diluye ante la certeza de que esa felicidad no se encuentra fuera, sino en la reconciliación consigo misma y con los suyos.

No ocurre lo mismo en “La puerta cerrada”, relato con resonancias góticas, en el que la casa familiar está marcada por la decrepitud, la muerte y la locura. Una vez más, la protagonista es una criatura limítrofe, llena de prejuicios y marcada por un profundo resentimiento hacia los miembros de su familia. Odia a la madre porque ve en ella a una criatura sumisa y débil, que trabaja siempre para los demás, y que no puede ser referente ni modelo. Odia al padre, internado durante un tiempo en un hospital psiquiátrico, por el que siente un profundo asco cuando tiene que curarle las ulceraciones de la piel y las llagas de su cuerpo. Tampoco los abuelos corren mejor suerte. La protagonista asiste llena de rabia y de repugnancia al triste espectáculo de un abuelo que agoniza y al que culpa de todos sus males, al punto que llega a plantearse su homicidio, porque no puede soportar sus lamentos, sus achaques, las miserias de su cuerpo. Tampoco guarda buen recuerdo de la abuela, víctima de un derrame cerebral, postrada durante tres largos años en un lecho en el que se desgrana su vida. “La puerta cerrada” no sólo desmitifica la vejez, sino que la contempla desde su lado más sórdido y escatológico, proyectando sobre el relato una suerte de gerontofobia, presente también en “La desaparición de la abuela”. Como en otros relatos, el final da un viraje sorprendente porque toda esa visión arrasada del hogar se produce desde la óptica de una protagonista moribunda que no llegará a sentir los rigores de la vejez.

“La desaparición de la abuela” es, en cierto sentido, un apéndice de Prohibido salir a la calle, y como en la novela, la figura está vista desde la mirada de una nieta. También en este relato se desmitifica el papel de la abuela, a la que se describe como una mujer fría y distante, poco permeable a la ternura y nada comprensiva con las mujeres de la familia. Construida como el reverso de una úrsula Iguarán, la protagonista no disimula su contrariedad cuando nacen niñas en la casa, es soberbia y altiva, poco hospitalaria, es egoísta y maneja siempre negocios turbios de los que apenas saben nada sus herederos. Pero lo que más sorprende del personaje son los enigmas que jalonan su biografía, sus extraños escarceos amorosos, su afición al tabaco y al juego, a pesar de las presiones familiares y la consideración social, su carácter despreocupado, cercano a la frivolidad y, sobre todo, el descubrimiento por parte de los suyos del abandono en su juventud de una hija pequeña, que le molestaba en su matrimonio.

La narradora aprovecha los días de desaparición de la abuela para reconstruir algunos de los rasgos de su carácter y arrojar luz sobre las zonas más oscuras de la vida. La investigación de los miembros de la familia, intentando averiguar su paradero, permiten dibujar el perfil de una mujer distinta, moderna y despreocupada, fanática del baile, que ya se había fugado en su juventud con un comerciante casado, del que tuvo la hija que sería más tarde repudiada. En cierto sentido, el relato permite ver la circularidad de ciertas vidas a través de la repetición incesante de sus actos, relacionados, en este caso, con las fugas amorosas, cancelando así cualquier visión tópica o convencional de las matriarcas familiares.

La idea sabatiana del mal como un elemento imprescindible para explicar la historia del hombre está también presente en muchos de los textos de La casa imposible. Al igual que ocurre en las novelas de Sábato, donde los parques y plazas funcionan como representaciones del subconscientes del personaje y los bancos de los parques aluden de forma metafórica al diván de los psiquiatras, algo parecido podemos certificar en el texto “Sólo para hombres”. La protagonista de la historia es un ser desvalido, que frecuenta un parque donde encuentra la paz y la compañía de interlocutores anónimos a los que cuenta su terrible historia. No sabemos nada de su aspecto físico, salvo que lleva un parche en el ojo, que funciona como un recordatorio de heridas que no están en la cara, sino más adentro, en el interior de su memoria y de su conciencia. Como otros personajes del libro, la protagonista tiene un origen humilde, marcado por la pobreza y la soledad. Su vida cambia cuando huye hasta Bogotá, ciudad impersonal, dura y ríspida, que multiplica la desolación del personaje. La apertura del pub Apolo, paraíso galante y artificial, tan del gusto de la estética finisecular, en donde se da cita lo más selecto del ambiente gay, permite al personaje entrar en contacto con un mundo selecto y exclusivo, marcado por el buen gusto y el sentido aristocrático del placer; no es casual, por tanto, que se cite a un escritor tan emblemático en este sentido como Óscar Wilde. Las excelencias del club y el refinamiento de su clientela contrastan con el mundo sórdido de la protagonista, que sobrevive a duras penas en una habitación de alquiler, aguantando mil y una humillaciones de su patrona, y es aguijoneada a cada rato por la lascivia lacerante del hijo de ésta, recreando una ambientación que bien recuerda el universo narrativo -y dramático- de Roberto Arlt.

Tras una noche llena de diversión, flirteos y no poca frivolidad, la protagonista es violada de forma salvaje y con muestras sobradas de sadismo por un joven que aparece descrito como un ángel caído. El mundo glamuroso del Apolo no logra esconder del todo la realidad que se insinúa entre los pliegues de su sofisticada apariencia. Detrás de cada cóctel y cada cita hay un mundo lleno de violencia, drogas, prostitución y un sartal de prácticas vejatorias. Su venganza es perpetrada contra el muchacho fisgón de la casa, al que perfora un ojo con un cortapapeles, en un intento vano por exorcizar sus demonios personales e impedir su caída definitiva en el légamo de la enajenación y la locura.

Uno de los cuentos más sugerentes de todo el libro, relacionado con la ideal del mal, es “El suicida”. Al cumplir sus veinticinco años, el protagonista decide acabar con su vida, en cumplimiento de una macabra promesa hecha “al otro” una década antes. Se insinúa entrelíneas la existencia de un hermano gemelo, fallecido como consecuencia de la heroína, que se va a convertir en una especie de conciencia maldita o perversa que empuja al superviviente a vivir al límite de las experiencias, buscando en el dolor propio y ajeno una forma de alcanzar la plenitud de la existencia. No es casual, por tanto, que se aluda a la literatura romántica, a esa búsqueda de la belleza absoluta a través del dolor absoluto, tal y como estudiara Mario Pratz en su libro La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, y que uno de los escritores citados entre sus páginas sea precisamente el Marqués de Sade. Con estos mimbres Consuelo Triviño convierte a su personaje en un ser desprovisto de la mínima noción del bien y del mal, que se inclina por las relaciones sádicas y masoquistas, es perverso y posee un potente instinto destructivo. Sus vecinos lo odian y le temen, como si fuera un ángel exterminador, y ven en él la representación de un extraño ofidio, fascinante en su mirada y temible en su veneno. Uno de los grandes aciertos del relato es la idea del doble, la idea del otro como representación de la conciencia o del complejo de culpa. El protagonista parece vivir una vida impuesta desde el remordimiento del hermano muerto y es su voz de ultratumba la que lo empuja a perpetrar el mal como antídoto para paliar su ausencia. El relato recuerda algunos de los cuentos de Edgar Allan Poe, especialmente Berice y William Wilson, pero también la idea del mal que recorre las obras del escritor argentino Roberto Arlt, con su galería de personajes periféricos, asaltados permanentemente por la pulsión destructora. El relato es una reflexión sobre el lado oscuro del hombre, sobre su capacidad sin límites para el odio y el desprecio de los demás que trae a la memoria a Juan Pablo Castel, el protagonista de El túnel de Sábato y deja inoculado en el lector el virus de la incertidumbre y el desconsuelo con un final sorprendente que es toda una amenaza.

La tentación autodestructiva y la inmersión en los universos plutonianos de la noche es el tema central de “Sidharta”. El protagonista, al que llaman “Sidha”, juego fónico que alude a la pandemia vírica, también tiene una doble vida, esta vez, más cercana al texto de Robert L. Stevenson. Su afición por la música clásica, en concreto por la de Mozart, lo sitúa en una esfera culta, sofisticada y lujosa, que contrasta con las miserias y la podredumbre que busca por la noche. Como un nuevo Mr. Hyde, el protagonista cambia las comodidades del día y la seguridad de su vida placentera por la emoción y la pulsión suicida que lo llevan a mantener relaciones sexuales con una prostituta de la calle, criatura de aspecto vulgar con los dientes cariados, por la que siente una extraña obsesión, convertida en fascinante metonimia de la noche y la muerte.

El perdón y la culpa están tratados en “Emma”, relato lleno de elementos macabros y morbosos, cercanos a cierta concepción de la literatura gótica. Su protagonista, cuyo nombre da título al texto, es un personaje extraño, lleno de taras psicológicas que frecuenta los cementerios e invoca a los muertos. Se trata de una criatura solitaria y desvalida que juega y llora con sus muñecas, soportando sobre su conciencia una muerte que no pudo evitar.

De ambientación gótica es su relato “Prisionero”. En la mejor tradición de una literatura que se sirve de la máscara, el disfraz, la simulación y la impostura para camuflar la idea del mal, como ocurre en la obra del chileno José Donoso, este texto supone una inmersión escalofriante en la mitología más perversa del mundo infantil. En “Prisionero” la historia comienza siempre de noche, cuando los mayores apagan la luz y la casa se llena de sueños, de presencias inquietantes y de obsesiones que se perpetúan de generación en generación. Sirviéndose del recurso metonímico del disfraz, los niños juegan a ser sus propios antepasados, reproduciendo en el mismo lugar y en otro tiempo los dramas y las frustraciones de generaciones anteriores. Todas las noches, Juan el mayor de los niños, prepara una representación en la que está presente la idea de la muerte y todos son actores y cómplices de los asesinatos rituales, lo que inevitablemente recuerda al drama La noche de los asesinos del cubano José Triana. En la última representación que se relata en el cuento, la hermana pequeña, Chiqui, muere por asfixia en un episodio de muchas aristas interpretativas, que parece, en un primer momento, un accidente fortuito; no obstante, la fría y extraña reacción de Juan, convertido en director de escena de este macabro argumento, permite analizar el episodio como la ritualización de un sacrificio ofrecido a las fuerzas del mal.

Al personaje, desde entonces, sólo le queda asumir su nueva condición de maldito en el seno familiar, y de psicópata en el ámbito social, dejando para sus admiradores un repertorio de comportamientos funestos, de gravedad e intensidad crecientes, que lleva a sus padres a considerar la necesidad de practicarle un exorcismo. El relato se cierra dejando en la conciencia del “prisionero”, que purga sus culpas en una celda cualquiera, una historia de amores incestuosos, perpetuando, quizás, de forma circular, las obsesiones de sus antepasados.

En La casa imposible encontramos otros textos, de encaje más difícil en la unidad temática del libro, como son “La bufanda gris”, relato de corte policial y “Yo no los maté”, cuento que plantea la rebelión de los personajes frente a la autoridad moral del escritor. No obstante, hay un texto que puede ser leído no sólo como una “poética del relato”, sino como una concepción de lo que para Consuelo Triviño es la literatura en su sentido más amplio. Ese relato es “La sonrisa de Lilith”. El lugar de la acción es un bloque de pisos donde vive Felipe, un fotógrafo pornográfico, cuya verdadera vocación es la pintura. Acostumbrado al desnudo de los cuerpos, las poses provocativas de los actores y las mil posibilidades del kamasutra fotográfico, Felipe sólo siente morbo cuando oye el ruido de los tacones de una misteriosa vecina que sube y baja las escaleras con una sensualidad descarnada que poco a poco socava su templanza y aguijonea su deseo. Su nombre, Lilith, tiene resonancias bíblicas y en su actitud y comportamiento se ejemplifica una nueva versión del arquetipo de la femme faetale. En cierto sentido, el personaje es un ídolo de perversión -como la llamó Bram Dijkstra en su famoso libro-, una criatura ponzoñosa y maligna, que recuerda a otros iconos memorables del eterno perverso femenino, como Salomé, Judith, Cleopatra, Semíramis, Pandora... o Mona Lisa. Es precisamente la sonrisa de Lilith la que da título al relato, representando su misterio, el enigma de su vida, su condición inaprehensible y amenazante.

La relación de Felipe con Lilith es de amor-odio, de desprecio y veneración, de felicidad y tormento. Su único consuelo es pintarla de memoria, reconstruirla en el lienzo en el que poco a poco va cobrando vida propia. Es así como con el paso de los meses, Felipe ya no reconoce a Lilith en la realidad, sino en el cuadro que ha pintado. Es la imagen al óleo la que representa a su verdadero amor, la que tiene su espíritu, la que va a permanecer, ajena a los rigores del paso del tiempo, como un hermoso homenaje a El retrato de Dorian Gray (1891) de Óscar Wilde.

Al igual que ocurre en el cuadro imaginado por el escritor irlandés, es la literatura la que permanece más allá de los avatares de la propia realidad, sorteando los escollos de un mundo que, por momentos, se torna inasequible. Es en ese inmenso lienzo de la literatura en el que Consuelo Triviño está escribiendo con los óleos de su ficción un mundo que es alternativa a la realidad, dejando para la intemporalidad del arte un puñado de historias duras como peñascos, que crujen en el estómago del lector y hacen más habitable el abismo de esta casa imposible.

José Manuel Camacho Delgado
Universidad de Sevilla
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