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El último deseo
Por Ana Pérez-Olleros
Julio 1999
Mi abuela, de 100 años, había visto el mundo a través de un agujero que,
encima, estaba tapado. Eso respondía siempre cuando se le preguntaba acerca
del mundo. Tenia un sentido del humor singular y una sonrisa en su boca
desdentada que resaltaba aún más su cara angulosa. Nadie comprendía qué la
hacía sonreír tanto.
A veces, los ojos se la llenaban de lágrimas y entonces decía que el
sonido del tren le recordaba a sus años mozos.
Socorro Rodriguez, que así se llamaba mi abuela, había recorrido medio
mundo. A nadie hablaba de su pasado excepto a mí. Yo era su "pequeño
diamante" y cuando se encontraba charlatana le gustaba que me sentara a su
lado para escuchar sus historias, que a mí me parecían fantásticas.
La abuela había venido de la Argentina a vivir con nosotros, cuando yo
tenía 11 años. Detrás había dejado a 9 hermanos de mi padre y a mi abuelo,
a quién no conocí. Por aquel tiempo, mi padre no se cansaba de repetir que
en la casa no sobraba el dinero, así que yo tenía que compartir la
habitación con la abuela. Recuerdo que la idea de tener que desprenderme de
mis juguetes para que entrara su cama, al principió no me entusiasmó. Pero
esa convivencia se tradujo a lo largo de los años en cierta complicidad
que los mayores no entendían.
Gracias a la abuela, a los 17 años disfrutaba de más libertad que otras
jóvenes de mi edad. En ocasiones, cuando entraba en casa pasada la
medianoche todos dormían excepto ella. "Cuéntame hijita, cuéntame: ¿ya te
ha besado?", preguntaba. Sus ojillos brillaban cuando le hablaba de mis
amigos, y si no fuera tan anciana, diríase que estaba predispuesta para
otra aventura.
Aunque nunca había estado enferma y se encontraba bien de salud, a parte de
su innegable vejez, un mañana mi abuela decidió que ya no saldría más de la
cama. Pasaron los días y la abuela seguía en el mismo sitio, con la misma
sonrisa, sorda a nuestros consejos y súplicas para que la viera un doctor,
hasta que un día accedió.
Recuerdo muy bien la cara de gravedad del joven doctor cuando salió de la
habitación después de auscultar a la enferma. "Habrá que hacerle todo
tipo de pruebas. Tiene un bulto en la cabeza y por el tamaño del mismo me
temo que no le quedan más de dos meses de vida. ¿Cómo no la han llevado
antes al especialista?, preguntó. "Ya sabe, cosas de la sabiduría popular.
Nunca quiso ir al médico y así ha vivido durante años", contestó mi padre.
"Bueno", dijo el doctor más despreocupado." Les hago saber que a la enferma
se la puede internar en una residencia, pero creo que es mejor que muera en
la casa", sentenció el doctor.
Cuando el médico se marchó, los tres nos miramos con perplejidad. Mi madre,
siempre tan práctica, rompió el silencio: "Creo que es mejor no decirle
nada a la abuela. ¿Para qué preocuparla?. Yo asentí, pero desde aquel
momento, la imagen de la muerte rondando el lecho de mi querida abuela no
se me fue de la cabeza. Había visto morir a gente en las películas casi
siempre de forma violenta. ¿ Sería así también la muerte de mi abuela?.
Ensimismada en negros pensamientos, la voz de la abuela me despertó: "Ven
aquí, hijita, ven cerca de mí... Ahora, cuéntame, cuéntame". Mis ojos
esquivaron su mirada sin saber que decir. " Dime, mi pequeño diamante, ¿donde está ese tarro maravilloso de mermelada?. ¡ Anda!, tráeselo a tu
querida abuela!". Su tono me calmó.
En la casa no se volvió a hablar de enfermedades, médicos y hospitales. La
abuela se encontraba bien, pero se le abrió un gran apetito. Todos
accedíamos y empezamos a acostumbrarnos a sus apetencias: huevos con
chorizo para desayunar, pasteles hojaldrados con nata, cordero a lo Burgos
rociado con un buen vino y, algunas veces, hasta salpicón de mariscos.
¡Ella, que nunca había probado el marisco!. Su cara se llenaba de
felicidad, deleitándose con los manjares que preparaba mi madre.
Un mañana, la abuela rechazó su suculento desayuno y pidió que le pusieran
el vestido verde de terciopelo que tenía guardado en la cómoda. Mi madre no
daba crédito a sus palabras, pero tanto insistió que lo encontramos allí,
envuelto como un tesoro en papel de seda. Yo conocía ese vestido del que
tantas veces me hablaba, cuando era joven. La incorporamos para vestirla y
sus hombros livianos apenas rozaban el terciopelo. "Ahora sí", dijo
sonriente, y con apenas un murmullo nos rogó que la dejáramos descansar.