Revista Minotauro Digital (1997-2013)
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Febrero 2009
Hay un recuerdo que me inquieta. Me traspasa. Me resulta sugestivo: la sugestión que ofrece cambiar de casa, pasar de hijo a padre, resucitar: es grave, pero se puede volver a empezar. Volvamos a empezar.
Hay un recuerdo que puede ser útil transcribir. Tiene que ver con dos niños. No se me puede exigir que sepa la edad, pero es verosímil ponerles catorce, trece años. Una edad en la que se escriban redacciones escolares: doce años, por ejemplo.
Recuerdo un concurso de redacción titulado “Mi familia”, en el que participé, al igual que mi mejor amigo, que resultó vencedor:
-Yo era el alumno brillante, al que ponían como ejemplo, esa petrificación. Mi mejor amigo no era fiable académicamente: alternaba sus notas sin llegar al sobresaliente (el equivalente desgastado de lo excepcional) y nadie esperaba que llegase nunca. Los profesores distribuían los roles al principio del curso, roles fijados el año anterior y así hasta un acto que agotaba la causalidad. Luego se atenían a ellos con sus armas administrativas. Los alumnos los aceptábamos para saber a qué compañeros no devorar. Los padres de los alumnos los aceptaban para saber que, allá lejos, había parcelas con sentido: Cada familia se postula como una nueva posada en el mapa.
-Yo tenía un papel directivo, mi mejor amigo uno, eufemísticamente, regresivo. La victoria de mi amigo me resultó chocante, tan vívida que me dio la impresión de un ensayo. No fue un ensayo, la línea de la vida creció y mi mejor amigo acabó vendiendo muebles, sin hijos ni cuervos que le sacaran los ojos.
-Yo fui juez, me casé pronto, tuve cien, mil hijos. No importa qué podamos haber sido; resultó que su victoria no sirvió para que mi mejor amigo se hiciera, por ejemplo, escritor. Pero esa es otra historia, como dicen, también, mis hijos.
Cuando acabó la clase me acerqué a mi amigo: a mis siete años el odio era algo físico (un colgajo, rumiante, en las orejas). Le pedí que me enseñara su redacción. Estaba escrita en tinta verde. ¡En verde! Sin embargo, era mejor que la mía, mejor que nada que yo haya leído sobre la muerte de un padre. El padre de mi amigo había muerto unos tres o cuatro años atrás, de cáncer.Comparo mentalmente ambas redacciones. La mía era una alabanza a la familia, a sus redes, a sus principios. Mis padres como el final, como el pórtico; unas estatuas animadas a las que acudir con aceptación desganada, la de la costumbre. La casa física como un hogar mental, el hermano como el añadido, los hijos como hileras. No había movimiento, no había conflicto:
Mi padre trabaja en una tienda, durante todo el día. Llega a casa y me sonríe. Miramos la televisión juntos y no hace falta que digamos nada. Mi madre se ocupa de la casa y nos regaña. También nos saca a pasear, a mi hermano y a mí. Vamos al parque y ella está contenta. Habla con las otras madres. Mi hermano pequeño juega al fútbol, de portero. A veces le riño porque no para ningún tiro.
Con cinco años, poco más podía enumerar.
Pero mi amigo, aun con tres años de edad, parecía entender qué sucedía durante la enfermedad mortal de un padre, los tránsitos, la desmembración simultánea, tantas aguas que caen por tantos agujeros a la vez; la desidia a la que aboca el cáncer (los objetos que rodean al muerto anclados en un alejamiento perpetuo); la concentración del padre enfermo en lo físico, como si cediera a un monstruo microscópico que continuamente tiene otro monstruo un escalón por encima.
Recuerdo que, dado mi escaso año de vida, no pude transcribir el contenido de la redacción; pero mi profesora, o mi madre, no hay nitidez, percibió en mis ojos que incluso su peor párrafo debía escapar de la muerte verde:
Tras la muerte de mi padre no me atrevía a entrar en los sitios en los que él había estado. Me parecían cajas, recipientes abiertos donde se escondían unas semillas falsas. Semillas que se le habían caído y no le dejaban descansar. Pasé muchos días en cama. Con el tiempo gané espacio y salí de mi habitación. Me llevó meses cruzar el pasillo. Entrar en las otras habitaciones me llevó casi un año. Al año fui a su cuarto. La puerta se abrió con tanta facilidad que me creí dentro antes de entrar. Me senté en su cama. Me tapé. Entraron. La puerta se cerró y se abrió tan rápido que las paredes, el techo y el suelo casi se curvaron. Antes de ver su rostro de fantasma quería descubrir si mi padre sabía por qué estaba allí.
¿Cómo pudo entender eso él, un recién nacido? Salvo que mi mejor amigo naciera muerto, yo, a punto de morir, muerto y rodeado de mis hijos, riéndome de mí mismo, aún no me lo explico.
Epílogo:
Solución para resucitados
1) Mi madre y la madre de mi mejor amigo eran iguales: atraían a los hombres ansiosos y los encerraban dentro de ellas. Promulgaban leyes y los hombres ansiosos las aceptaban. Mi mejor amigo y yo lo aceptábamos: un hijo puede matar a su madre, pero no rebelarse contra ella.
2) Mi padre y el padre de mi mejor amigo se bifurcan:
-Mi padre fue una prolongación, por otros medios biológicos, de mi madre. Si mi madre era cálida, mi padre era el reflejo titubeante, el elefante en la cristalería, de la calidez. Si mi madre era inflexible, mi padre enterraba la flexibilidad bajo el suelo, en el centro de la tierra. Aunque mi madre se imponía, mi padre preparaba el momento (el día, el minuto) en el que la dominaría absolutamente, sabiendo que sólo duraría lo que tenía que durar: un día, un minuto, y no más.-El padre de mi mejor amigo, en cambio, se definía respecto a su hijo. No esperaba que naciese tan pronto, lo que puede dar la imagen de un cirujano o de un miriápodo con tenazas. Pero su hijo nació y cuando se acostumbró a algo que consideraba un descarrilamiento (suave, en el desierto) de su vida, le diagnosticaron el cáncer. Rechazó el término descarrilamiento y pensó en la palabra bifurcación. Su vida se bifurcaba en dos: una vida muerta (su muerte a causa del cáncer) y una vida viva (su hijo, su prolongación); su hijo había sido un don. Visitarle como fantasma fue una de sus muchas maneras de agradecérselo.
3) Mi madre y mi padre me tuvieron. Tuvieron a sus nietos. Tuvieron a cualquier ser que se yergue y emite palabras y las escribe. Mi madre y mi padre confluyeron con los padres que tuvieron a mi mejor amigo. Se tuvieron entre ellos y formaron un huevo inextricable. Abrieron la boca, abrimos las bocas y sacamos la lengua y estaba cosida de letras. Las letras nacían espejadas y cada una remitía a las otras, dando otra explicación a la biología. Confundimos el tiempo y el lenguaje. Nos confundimos.