Revista Minotauro Digital (1997-2013)
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Junio 2010
Iolanda Malamen: ¿No te "asusta" el no haber tenido fracasos?
Razvan Petrescu. Lo que de verdad me asusta es la muerte. Aunque hace poco he visto unos ataúdes espléndidos, en forma de X, reclinables, con cojín alto, colchón de plumón, adhesivos para el interior, entre los que predominaban los de cisnes, aire acondicionado, barras para hacer gimnasia, pósters con desconocidas miss universos, luz al final del tunel y televisor incorporado en la tapa, pilas de larga duración y antena exterior (se monta en lo alto de la cruz y también se puede encargar un modelo parabólico, con motorcillo y todo). Full options, pero tampoco la opción estándar le va a la zaga, porque además te regalan una corona artificial. Los modelos para los ancianos -más pequeños- se pueden comprar a plazos.
Digo todo esto porque la literatura es una relación con la muerte, a veces íntima. Mientras en el CD se oye a Pachelbel. O a Rameau.
Uno también puede escuchar For Sephora, con Stochelo Rosenberg, y luego morirse mientras sigue el ritmo. Las palabras significan tempo y el movimiento representa con gran precisión el mundo de hoy en día, imposible de concebir de manera inmóvil, porque lo único que no se mueve es un tarugo. La circulación de vocablos entre todo el juego de tambores cerebrales es la única cuestión que se opone notablemente a la muerte, puesto que une arborescentemente cosas irreconciliables a primera vista, en un diálogo horizontal con el autor-lector -aquí el lector es la nada- en el que el otro eje, el vertical, conecta tu texto con otros textos (Julia Kristeva, se enseña en la escuela). En lo relativo a estos otros textos y a otro tipo de lector, el habitual, salta a la vista que este, al encontrarse en una incapacidad intelectual casi permanente, no sabe cuáles son, dónde están, o por qué existen, de modo que no tiene la más minima intención de entablar un diálogo horizontal con el autor. Tiene más que de sobra con las palabras de la inconmensurable telenovela en la que no ve ningún eje. Y tampoco piensa en la desaparición, esto siempre es cosa de otros, de los artistas, por ejemplo, unidos entre sí por el tema de la muerte y por la muerte propiamente dicha, pero tú piensas tanto en ella como en el lector, que te puede salvar, aunque no se lo haya planteado del todo. Piensas porque no hay que echar a perder la comunicación.
Y me aterra el fracaso, en absoluto el éxito. Y si en verdad no he tenido fracasos literarios, significa que no soy un hombre de verdad. Lo cual puede ser todo lo gratificante que uno quiera. Teniendo en cuenta el aspecto de los hombres verdaderos de hoy en día.
Y también me asusta el mal que nos rodea desde hace unos treinta mil años. Si me hubiera preguntado también a mí aquel reportero de televisión de viernes cuál creo yo que es la causa de todos los males que están en la base de la sociedad, que la corroen y destruyen, habría dado la misma respuesta que el invitado: la causa es la mala disposición de los huesos sacros.
I.M. ¿Dejaste de lado la medicina única y exclusivamente debido a la literatura? ¿Hubiera sido imposible compatibilizar ambas aficiones?
R. P. No puedes amar apasionadamente a dos mujeres a la vez. Aunque comas apio1 o consumas éxtasis. Además, la medicina y la literatura son mujeres fatales. Así que me quedé al lado de la que tenía el busto más grande. No he renunciado del todo a la medicina. Cuando estoy a punto de olvidar los años de facultad, vuelvo a empezar con la práctica. Les pongo inyecciones a las vecinas del bloque. Muchas están casadas con camioneros alcohólicos. Pasan mucho tiempo solas. Quieren inyecciones. Siempre respeto el protocolo médico y empiezo por quitarme los pantalones. Luego les tomo la tension de modo científico, con un aparato negro que lleva mercurio. Les enseño el estetoscopio. Tengo un estetoscopio muy grande. Les pido que se quiten la bata y que aguanten la respiración. Y en el momento clave en que la dueña del piso está colgada de la lámpara, con la aguja en las nalgas, el manguito del tensiómetro hinchado al máximo, y en apnea forzada con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, me vuelvo caballeroso. Las asombro, las animo a votar, les explico que la vida también tiene sus alegrías y, como por arte de magia, les saco uno de mis libros con una foto retocada con un rotulador. Son instantes de rara belleza. De manera que no comparto a la fuerza la opinion de Bulgakov: "Lamento profundamente el haber renunciado a la medicina y haberme condenado solo a una existencia incierta. Pero Dios sabe que solo el amor por la literatura me animó a esto". En lo que a mí se refiere, añadiría: la falta de amor por la gente del campo y por el país. La furia. Nunca debería haberme hecho medico. Soy demasiado compasivo, no entiendo por qué es necesario estar físicamente sanos, con lo ridículos que somos.
I.M.¿Tus frecuentes depresiones se han adecuado mejor a la literatura?
R. P. Perdona por ametrallarte con citas, pero siento la necesidad, imperiosa, de mostrar que soy más culto de lo que en realidad soy. En fin, Faulkner: "The past is never dead. It´s not even past". Creo que ninguna persona normal ha podido vivir en un régimen como el de Ceausescu sin haber contraído cierto trastorno mental. Es una cuestión de sentido común.
La depresión no solo no es beneficiosa para la escritura (ni para ninguna otra forma de arte, aunque se trate de cavar delante del bloque para plantar margaritas, porque uno está completamente apesadumbrado, psíquica y físicamente), sino que además, y a diferencia de cierto grado de paranoia, por ejemplo, te paraliza. Yaces literalmente boca arriba, mirando el techo, donde no pasa nada, como mucho aparece una araña presta a caerse en tu cara, pero estás demasiado cansado como para echarla a un lado. Ya nada te hace ilusión, nada te llama la atención, por no hablar de la imaginación, que reposa en el cementerio, ya no quieres ni bajarte de la cama para hacer pis. Es más, la simple idea de escribir te cansa hasta perder desinteresadamente el control de los esfínteres (no el de los psíquicos, que siguen apretados con ahínco).
No quiero dejar la impresión de que estoy siempre abatido, asqueado por la vida y melancólico. Al contrario. Justo ahora acabo de volver de una misa de difuntos.
I.M.Todos tus libros han cosechado elogios y han sido recompensados con numerosos premios. En un mundo (en teoría) poco atento a la cultura, has gozado de reconocimiento. ¿Es el reconocimiento lo mejor que le puede pasar a un escritor?
R. P. En primer lugar, aunque sea de calidad, no deja de ser un reconocimiento en un espacio muy limitado. Para disfrutar de un reconocimiento más amplio, debes tener imagen. Ascensor. Grupo literario de apoyo. Salir en Gran Hermano, en Buzau, en la tómbola, en los encuentros de mortal kombat, morir con una bombona en la mano, delante del gobierno, en medio de las vías del tren, ondeando al viento una banderita o lo que lleves encima delante de un gurú que esté de moda.
Claro que los premios y los elogios son algo positivo. Te hacen brillar. Pero mucho mejor sería tener una renta. No ir a trabajar, no perder el tiempo con naderías en una vida que se puede apagar antes de que uno le ponga el punto y coma. Y lo mejor que puede pasarte es estar contento con tu manera de escribir, además de los privilegios a los que acabo de referirme.
I. M. Debutaste relativamente tarde, en el 89, a los 33 años, cuando la generación de los 80 de la que formas parte "había echado a perder" sus valores. ¿Por qué tan tarde?
R. P. Porque durante mucho tiempo escribí para mí, no para otros: una especie de autismo. Esto podría explicar la atracción, por muy escasa que sea, que mis textos ejercen. Sinceramente no pensé que publicar pudiera tener alguna importancia. Luego "eché a perder" mis valores. (Aunque sigo trabajando en primer lugar por mi propio placer -cuando escribo soy el dueño del mundo, el señor de los anillos, me llevo el Óscar al mejor vestuario-, por desgracia no puedo evitar pensar en cómo saldrá el libro de la imprenta, en la portada, en las crónicas, en los premios y en otras entristecedoras nimiedades).
En segundo lugar, debuté tan tarde porque esperé a que el régimen socialista cobrara mayor impulso: "nadie aprecia más el valor de la palabra escrita que los regímenes policiacos", decía Calvino. Y en esas andaba cuando va y se desmorona.
I.M.¿Qué dificultades tiene la prosa universal de este principio de siglo?
R. P. Las dificultades no son grandes pero están vinculadas, en parte, a las del receptor. Cuya actitud en relación con la cultura es de naturaleza estática, porque aunque sea refinado desde su punto de vista (y por desgracia desde el punto de vista general humano) no puede descodificar nada, ni siquiera el contador de la luz, y se agobiaría si supiera que hay escritores que esperan de él una participación en la construcción y deconstrucción de un texto o que Borges estaba decidido a obligarlo a descifrar la hermenéutica de la escritura. Porque la falta de percepción no ya de los niveles de significado, sino ni siquiera del plano divino, de los milagros o de la corriente eléctrica es un síntoma clásico de una enfermedad irreversible, esto es, de la falta congénita de horizonte de expectativas. Porque estropearse, no se puede estropear lo que no existe. Lo que existe es solo la educación de este lector, que se aproxima al cero absoluto y lo legitima a la hora de acusar de inutilidad todo aquello que no entiende, que no se parece a lo que él ve en su casa, en el trabajo o en la tele. Así que la prosa de hoy muere en algunos segmentos solo con tal de adaptarse a este exponente del gran público, de estupidez ejemplar, sin mancha alguna, sin ninguna mancha humana. Mientras exista un lector de este tipo -que se multiplica por escisiparidad- y sigan teniéndolo en cuenta, la prosa seguirá su camino hacia la morgue. Todavía existe un buen número de autores grandes, pero por suerte parecen hallarse en vías de desaparición. Sus libros son en buena medida un espléndido collage (juntan cosas diferentes para formar, en el mejor de los casos, otra realidad: Donald Barthelme), pero a pesar de su inventividad, no consiguen esconder la imagen del escritor que la gente petrifica.
I.M. ¿Quedan experiencias por consumar? ¿Nos espera alguna que otra sorpresa?
R. P. Estoy seguro de que sí, pero no me las puedo imaginar, del mismo modo que tampoco podía imaginarme que un robot diera vueltas por Marte o que Nastase llegara ser primer ministro (o lo que sea).
I. M. Hay autores que no han podido sobrevivir a un único libro escrito, poniendo fin a sus días justo junto la gloria había empezado a merodear a su alrededor. ¿Has tenido la tentación del suicidio?
R. P. Tal vez la gloria sea insoportable. O desilusionante. Quizá después de escribir un libro importante te ilumina la oscura idea de que no volverás a escribir otro igual. De que la sombra de ese libro te precederá. Tal vez veas de nuevo que todo es irrisorio, hasta un libro excepcional. El origen del conflicto interior del escritor moderno es la actitud moral ante el conocimiento y la solución destinada a envolver estéticamente ese conflicto es el brillo. Sin embargo, para brillar, hay que ser amarillo. De un amarillo cadavérico. O tener un yelmo de oro. Como Van Gogh. O por lo menos estar conectado al tejido aurífero de la sabiduría de los pueblos. A una revelación. Un casquillo. Una afición. Y entonces te electrocutas. Brillas lo que tienes que brillar y luego estiras la pata. Sí, he pensado en el suicidio. Pero con más intensidad he pensado en la muerte de otros. A veces, hasta ha sido útil.
I.M.Nosotros, los que escribimos, estamos poderosamente marcados por los grandes libros del siglo XX. Los hemos leído y releído, los hemos adulado, nos hemos enamorado perdidamente de ellos. ¿Por qué no envejecen con nosotros?
R. P. Sería hermoso que lo hicieran, pero, por otra parte, solo los estúpidos envejecen.
I.M.La prosa de hoy en día, ¿es más mundana que la de nuestros antepasados?
R. P. Prosa mundana… No tenemos ni hemos tenido jamás una alta sociedad de las de verdad, ¿cómo podrían existir, pues, este tipo de libros?
I.M. Corrientes literarias, críticos afables, críticos despiadados, envidias, privaciones, resentimientos, orgullos, anonimato, triunfo, todo esto puede configurar el perfil de muchas aventuras literarias. ¿Cómo resistir?
R. P. Porque, en general, la escritura es una actividad vergonzosa, como dice Bitov. Así es como resistimos: nos gusta enormemente hacer cosas vergonzosas.
I. M. Tengo una pregunta que hace tiempo dejé en el tintero. ¿Qué significa el fenómeno Coelho? ¿Algo triste, una superficialidad cualquiera transformada en una superficialidad planetaria?
R. P. Antes me he referido de pasada al público que importa como número. Sobre lo idiota que es. Pero tampoco me parece muy inteligente llamar a Coelho desperdicio y basura literaria. He oído este tipo de palabras. Y cuando se compara a Coelho con los grandes escritores, siempre se menciona que los grandes nunca han tenido las ventas de Paulo. Ocurre así una desafortunada traslación de interés desde la zona de lo estético hacia la zona de lo económico. El brasileño se convierte así en un escritor menor y no por falta de cualidades literarias de peso (lo cual es evidente) sino por el hecho de que la gente haya comprado millones de libros y él se haya enriquecido sin ser un genio. Mientras nosotros (porque en el fondo se trata de nosotros, pues los grandes escritores mencionados solo se usan como gases lacrimógenos), en nuestro país, aunque somos genios, apenas vivimos de un día para otro. Es interesente que el ensañamiento de unos intelectuales nocturnos sea más grande en este caso que en el de cualquier infeliz millonario rumano que ni siquiera sabe escribir CHÚPAMELA en la pared del lavabo (la escribe sin tilde). Coelho no ha encontrado más que una fórmula de éxito: primero, escribe con la máxima claridad que puede, para que cualquier lector poco avezado pueda entender la frase; segundo, los temas son una especie de fábulas - que siempre han gustado- y tercero, destilan constantemente ínfimas dosis de pensamiento taoísta, hindú y árabe. El resultado es que la gente se queda con la impresión de que se le ha permitido el acceso a la gran cultura. Evidentemente, algunos seres de la zona VIP compran un metro cúbico de Coelho y se sienten orgullosos. ¿Pero qué hay de malo en todo esto? No se trata ni de una literatura pornográfica, ni de un escándalo, ni de un romance, es mínimamente decente, y el hecho de que la gente ahora prefiera leer a alguien como Barbara Cartland es algo que debería alegrarnos más de lo que a simple vista parece. Deja que se lo pasen bien, sobre todo porque no va a durar mucho.
I. M. ¿En qué medida llegamos a creer en el fracaso de nuestra escritura?
R. P. Has empezado la entrevista fijando de antemano que no he tenido fracasos. Esto es lo inverosímil. En cualquier caso, cuando estos se dan cita en la página, el fenómeno me resulta de lo más verosímil.
I. M. De haber seguido siendo médico en un consultorio perdido de la mano de Dios, ¿habrías hecho de ti mismo un paciente perpetuo de tu propia prosa?
R. P. De haber seguido siendo médico en el campo ni siquiera te habría concedido esta entrevista.
I. M. ¿Eres creyente, beato, ateo…?
R. P. Puedo contestar igual que Thomas Paine: "Mi mente es mi propia iglesia". Allí voy a encender unas velas, los vivos a la izquierda, los muertos a la derecha, o al revés, que al fin y al cabo se juntan todos en el hipocampo; allí rezo, medito, beso la cruz, etcétera etcétera. Puedo dar también la respuesta clásica: "Tengo una relación especial con Dios", aunque algo así no existe. A Dios no le gustan las relaciones especiales. Él sigue a la antigua. O puedo contestar de una forma simple: no creo. O más simple todavía: creo. O como los ingleses: no sé. De cualquier modo, la pregunta me hace sentir igual que Iliescu2 en aquel famoso programa, y se me arquea la sonrisa de persona honesta bajo cuyo sombrero nació toda esta Rumanía de pesadilla.
I. M. Tal vez como escritor te encuentres en un buen momento. ¿Cómo dominas tus miedos y tus depresiones?
R. P. No los domino. No me encuentro en un buen momento. Intento a veces mantenerlos bajo control. Y leo, escucho las sonatas para violonchelo de Bach, veo alguna que otra película. Sin embargo esto no sirve. Lo único que de verdad serviría serían unas cuatrocientas botellas de vodca, pero no puedo beber. No me deja el psiquiatra porque dice que voy a volverme loco. O un millon de cigarrillos, pero desde que empecé a escupir sangre ya no puedo fumar.
I. M. ¿En qué momento deja un escritor de ser una conciencia?
R. P. Cuando compromete su imagen. Baremboin afirma que en el arte es absolutamente necesario el fanatismo, en el sentido de que un creador no tiene que llevar a cabo ninguna, pero absolutamente ninguna concesión. Tiene que estar listo para aceptar cualquier riesgo con tal de salvar la expresión estética. Por supuesto se refería a la técnica. Pero cualquier tipo de supervivencia tiene que ver con la técnica.
Y el escritor no es una conciencia. Tampoco está bien que lo sea. "El hombre social no tiene nada que ver con la obra, y la biografía (exterior) no presenta interés para el arte." Dice Proust. Ver Céline.
Por otro lado, es bueno que el escritor sea una conciencia.
Solo que en este caso, con contadísimas excepciones, no llega a ser nunca un gran escritor. Sigue siendo una conciencia.
I.M.¿Qué estás preparando en este momento?
R. P. Un libro en el que uso las connotaciones apotropaicas, el hipérbaton, la parequesis [juego de palabras basado en similitudes fonético-semánticas], la tmesis [encabalgamiento léxico] y el zeugma. De un modo semasiológico. Y un anuncio: ofrezco servicios de administrador de chalet, plancho, limpio, cocino, quito el polvo y, en caso de necesidad, puedo ladrar por el patio. Ruego seriedad.
Notas
1. En el subconsciente colectivo rumano, el apio es percibido como un afrodisiaco. [volver]
2. Presidente de Rumanía entre 1990-1996 y 2000-2004. Fundador del Partido Socialdemócrata de Rumanía (PSD) tras haber sido miembro del Partido Comunista Rumano (PCR) hasta la muerte del dictador Nicolae Ceausescu en 1989. [volver]
Entrevista realizada por Iolanda Malamen. (incluida en el volumen Foxtrot XX, Cartea Româneasca, 2008). Ha sido traducida para su publicación en Minotauro Digital por Rafael Pisot y Cristina Sava, con autorización de la autora y editorial original.
Razvan Petrescu nació fortuitamente en el distrito de Galati, Rumanía, en 1956. Se doctoró en medicina en Bucarest y trabajó como médico en las áreas rurales de su país. Tras varios años, abandonó la medicina -"…rompí el título, lo tiré a la basura, regalé mi tensiómetro, y mi caja esterilizadora a una gente que me dio las gracias y decidí ponerme a escribir…"- para dedicarse exclusivamente a la literatura. Colaborador asiduo de revisas literarias, asesor cultural y dramaturgo ejerce como "maestro en la sombra" de una generación de escritores. Petrescu es considerado por la crítica de su país como uno de los más brillantes autores de la literatura contemporánea rumana.
Razvan Petrescu ha publicado en España, Ligeros cambios de actitud (Valencia, Nadir, 2010) un conjunto de diez relatos irónicos y a menudo desternillantes, acerca de los absurdos cotidianos que deben enfrentar hombres y mujeres, en una nueva sociedad ansiosa por desprenderse de un pasado y ciertas costumbres profundamente arraigados, que retornan insistentemente. Escenas hilarantes, reflexiones sumarias, recogen experiencias personales y forman un mosaico de acontecimientos tan sorprendentes como divertidos. Cada uno de estos cuentos arbitra un juicio sin apelativos semejante a un ajuste de cuentas entre el narrador y sus personajes, incluido él mismo, pero todo ello se ofrece al lector mediante indicios, para que sea quien acabe sacando sus propias conclusiones.