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Labrys

Por Alfonso Manzanares

Julio 200

   Retumban sordos los tambores rituales en mi coraza de piel, el suelo húmedo y frío me despierta con ese rumor que no cesa. Incansables, los hierofantes de Minos persisten en avisar a la fiera.

   He tenido un sueño.

   En este lugar interminable, donde siempre es de noche, los sueños son mis días.

   No fue un buen sueño. Bajo la luz del sol, dios benefactor que tanto anhelo, vi a mi padre, a mi rey reencontrado, despeñarse sobre las olas del mar. Lo vi con mis ojos, escoltado de gaviotas, caer envuelto en su manto púrpura por propio impulso, horrorizado por la muerte de su hijo. Por mi muerte. La vela negra que empujaba nuestra victoriosa alegría fue la causa. La promesa fue cambiarla, cambiarla por el púrpura real como señal de triunfo, pero no lo hice, desdichado de mí, no lo hice. El cálido abrazo de Fedra me mantuvo en celo toda la noche y al rayar el alba avistamos las costas de Atica y el júbilo fue tal que no conocí mi falta hasta no ver al rey, a mi adorado padre, quebrarse en las rompientes.

   Por vez primera me alegro de volver al frío oscuro de estos pasadizos.

   Nunca sabré su aspecto, nunca podré contar a mis hijos y nietos por venir cómo fue la terrible fiera. Tengo en mi memoria el hedor de sus entrañas vertidas por mi mano y sus quejidos profundos de agonía y el tacto de su cuerpo malforme rebelándose al encuentro de mi espada. Y el silencio de después... que no me ha dejado desde entonces. Los tambores, sólo los tambores marcan mi tiempo.

   Fedra en mi sueño... Fue la dulce Ariadna quien me entregó el hilo, fue a ella a quien impresioné con mi apostura y encandilé con mis promesas. Fue fácil, me bastó encontrar sus ojos una vez para saber que era mía, que cumpliría mis deseos por amor. Ella era el camino que me indicó el Oráculo, estaba claro. Triunfarás en la empresa si el amor es tu guía, así me dijo, esas fueron sus palabras. Y el amor por mí la desbordaba, podía sentirlo, tengo ese poder con las mujeres, y con mis enemigos cuando saben que van a morir, siento su amor por mi, la absoluta disposición con que se ofrecen, la entrega total, lo siento en toda mi sangre.

   Vino con Fedra, su hermana, y me dio el ovillo de lino trenzado, tan fino que había muchas brazas en él. ¡Qué sencillo! El hilo de amor me serviría de rastro para volver por el laberinto sin perderme. Le prometí llevarla conmigo a Atenas, a ella y a su hermana, tras salir victorioso del horrible agujero.

   Fedra volvió esa misma noche a escondidas de los guardias de palacio, atareados en preparar la gran ceremonia. La hice mía y ella me hechizó, acordamos deshacernos de Ariadna. El sueño lo demuestra, es mi destino.

   ¿Será mío también el reino de mi padre tras su muerte entre las olas? Si es así, prometo ahora engrandecerlo en su memoria. Las cosechas abundantes harán feliz a mi pueblo, mis naves tendrán puertos francos por todo el mar entero para comerciar libremente, Atenas será agradable a los dioses y sus adversarios temerán mi nombre.

   He vuelto a pasar sobre los despojos de la bestia. Me ha parecido más pequeña que cuando acabé con ella. El hilo ha de estar por aquí, se partió en la lucha, pero no puede estar lejos. He rememorado mil veces el duelo: Usando mi espada como bastón de ciego avancé por el laberinto llevado por los bramidos del monstruo. Había atado el extremo del hilo a uno de los hachones dobles que marcan la entrada y lo desenrollaba con la mano izquierda en la oscuridad. No podría medir el tiempo que pasó ni los infinitos pasos que di pero estaba cerca, ya olía a la fiera. Pocas vueltas quedaban en el ovillo cuando saltó sobre mí aquel horrible ser, atacaba a mordiscos mi cuello, sus gruñidos en la confusión me parecieron palabras funerales, giramos en la nada trabados en mortal combate, los dioses guiaron mi mano y segué los tendones de su pierna, desvalido no pudo ya sino recibir las misericordiosas puñaladas que dieron fin a su desgracia. Cumplido mi propósito las fuerzas me abandonaron y perdí el sentido. Al volver a las tinieblas registré palmo a palmo el suelo con mis manos, pero no di con el hilo de Ariadna.

   A veces la imagino en la entrada de este averno, enterada de mi traición, recogiendo el hilo con una triste sonrisa en sus labios.

   El buey cayó de un sólo golpe en la testud, cercenaron sus piernas con labrys, hachas de doble filo gratas a Rhea, y el propio Minos lo abrió en canal y leyó en sus entrañas. Arrastras me embutieron en el cuerpo para consagrarme como víctima. Su corazón grande se paraba entre temblores vaciándose en mí. El latir de los tambores se colmó sobre las palabras secretas del rey-sacerdote. Me acompañaron a la entrada de la cueva con palos y patadas, impregnado en la sangre del sacrificio. Las máscaras de oro de los oficiantes, semejantes a caras de toro enfurecido, fue lo último que vi bajo la nueva luna de primavera.

   De tanto buscar quedé perdido. ¿Volverán mis ojos algún día a ver la espuma rompiendo en la proa de mi nave, la vela de mi reino marino henchida por el cálido céfiro de poniente, los faustos delfines premiando mi viaje?

   He visto en mis sueños legiones de soldados de un poderoso imperio que me adorarán como su dios y seguirán mis preceptos. Venerarán mi imagen dando muerte a un toro, y los cuatro vientos y los siete planetas custodiarán la entrada de la cueva del sacrificio. Y me asociarán al mismo Helios, mi dios perdido. Y me llamarán Padre. Y así dominarán la tierra por muchos siglos.

   Bebo del agua que rezuma en las cavernas más hondas. Puedo encontrar a los pequeños habitantes de la negra tierra por el ruido que hacen, me alimento de insectos y gusanos. Hace muchos sueños que perdí mi espada.

   Hoy he tomado a mi primera víctima. El hambre y el deseo lo han hecho todo. Yo me he limitado a hablarle con palabras destruidas del horror que siento. Mis brazos y dientes han hecho lo demás.

   He vuelto a soñar. Y no ha sido un buen sueño. Estaba huido de mi patria y acosado por mis enemigos. Había buscado refugio en la isla de Sciros, cuyo rey Lycomedes me debía trono y heredad. Vigilábamos desde la torre más alta las velas que por miriadas se acercaban amenazando el mar frente a nosotros. Y el propio rey, ¡ah, traidor!, que su vida era mía, me echó de las almenas al vacío. El manto púrpura envolviendo mi rostro acalló mis gritos de imposible venganza.

   Quizá estos sueños no me pertenecen, y no es ése mi destino. Quizá el héroe que ha de vivirlos me encuentre en las tinieblas y vierta mis entrañas con su espada y me libere de la vergüenza de saber incumplido mi designio.

   Gimo por los corredores esperando la llamada de los sacerdotes. Mi hambre es inmensa, mi dolor todo.
Valentín Pérez Venzalá (Editor). NIF: 51927088B. Avda. Pablo Neruda, 130 - info[arrobita]minobitia.com - Tél. 620 76 52 60