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Los hombres negros. (Leyenda dan´we)

Por Miguel Figueroa

Enero 1999

Los azula eran un pueblo que vivía en el curso alto del N´Ko-ko, en un rincón de la región de Lubanda en la luminosa Africa meridional. A este lejano y perdido lugar sólo llegaba de vez en cuando algún ave despistada que emigraba hacia el sur sin extremada exactitud. Entre este pueblo la vida cotidiana transcurría en una continua monotonía, garantizada por el carácter apacible de sus gentes. Sus actividades y actos estaban supervisados por los ancianos, cuyos consejos y mandatos procuraban lograr un óptimo aprovechamiento de su medio y de ellos mismos.

Entre los azula existía una creencia en la que ponían un especial empeño a la hora de enseñársela a los jóvenes. Creían que los hombres se dividían en hombres blancos y en hombres negros, según su personalidad y conducta, criterio categórico que desde siempre había sido admitido entre ellos transmitiéndose de generación en generación.

Los hombres blancos eran aquellos hombres que eran puros de corazón. Siempre estaban dispuestos a ayudar a su hermano; su obrar carecía de malicia porque pensaban en los demás antes que en sí mismos. Sus manos nunca se cerraban en la disputa ni ante el sufrimiento del vecino. Los hombres blancos, cuando caía la noche, se refugiaban en sus hogares dejando la azagaya fuera de la cabaña para no asustar a sus mujeres y disuadir a los que tuvieran malos pensamientos con ellas. De este modo, el hombre blanco y su mujer, arropados en su mutuo calor, pasaban seguros las noches oscuras en las que el leopardo extiende sus negras estrellas alrededor del poblado. Los hombres blancos hablaban poco, pues temían que algún día sus palabras llegaran a querer salirse solas de su boca e hicieran daño a alguien en su incontrolada fuga. Instruían a sus hijos en los rudimentos de la agricultura y la caza. Para ello se levantaban temprano, despertaban a sus hijos con tiernos empujones y se los llevaban campo a través a colocar trampas y a los plantíos a arrancar las malas hierbas y a acarrear agua de los pozos. Cuando ya se hacía tarde, el hombre blanco los recogía entre sus brazos y los traía de vuelta a casa sobre su espalda, desfallecidos por el cansancio. Los hombres blancos sólo bromeaban en las fiestas y cesaban en sus risas cuando un anciano hacía acto de presencia, para que no pensará que se reían de él. Cuidaban a sus padres en la vejez, pues sabían que sus ahora pequeños niños harían lo mismo cuando ellos ya no pudieran valerse.

Los hombres negros, por el contrario, eran personas rencorosas que no cumplían con sus obligaciones. La envidia penetraba por las noches en sus oídos y les hacía hablar mal de todos por el día. En todas sus decisiones e incluso en las de los demás, sus intereses tenían que ser antepuestos a los de sus vecinos. Si alguien les contradecía, su mano se cerraba en un puño sin reconocer que el origen de la riña, muchas veces, estaba en su propio egoísmo. Retardaban el pago de sus esposas y exigían a sus vecinos que fueran, sin embargo, solícitos en el de sus hijas. Cuando tenían ocasión, se emborrachaban solos y no conversaban con nadie, pues escuchar sus maldiciones no podía traer suerte a quien las oyese. Perdían el tiempo, descuidaban a sus hijos, perdían el respeto de los ancianos y deseaban a la mujer del vecino despreciando a la suya. Olvidaban a sus padres cuando se hacían viejos, enterrándolos en lo más hondo de sus corazones estando aún vivos. Los hombres negros traían las desgracias y hacían del día una noche más donde todo se volvía frío y oscuro, silencioso y solitario.

Todo esto era explicado a los jóvenes cuando tenían que ser convertidos en hombres, confiando los ancianos en que éstos entenderían sus enseñanzas para que pudieran ser hombres blancos como ellos. Un día, las despistadas e intrusas aves del norte volvieron a aparecer, pero no por el cielo, sino por los polvorientos caminos de las montañas. Desde lejos no se las distinguía bien, pero cuando se hubieron acercado más los azula vieron que eran otros "hombres blancos" como ellos. A estos hombres les era muy fácil ser hombres blancos, les bastaba con despojarse de sus ropas, ya que sus dioses tutelares y padres les otorgaron el privilegio de recubrirles con una fina piel de vientre de oveja, blanca como la leche de sus madres. Su imagen desafiaba a la temida noche, pues resurgía de las penumbras con cada reflejo de la luna. Pero estos otros "hombres blancos" no actuaban como los ancianos les habían dicho a los jóvenes azula que debían comportarse los hombres blancos: no pensaban en los demás antes que en ellos mismos, no ayudaban a su vecino necesitado, no eran iniciados por sus padres en los secretos de la vida -no debiéndoles por ello respeto ni cuidado-, miraban más a las mujeres de los otros que a las suyas, bebían continuamente y no paraban de hablar llegando a no decir nada, siempre pedían a otros que trabajaran por ellos... No guardaban ninguna norma, ya que, como ellos decían, vivían libres como los dioses.

A los jóvenes azula les sorprendía que estos hombres hubieran llegado a ser blancos sin haber tenido que escuchar a sus ancianos ni obedecerles. La curiosidad anidó en sus cabezas, revoloteando como un molesto insecto ante sus ojos. No haciendo caso a las advertencias de sus mayores, los jóvenes azula se acercaron a donde vivían estos "hombres blancos" para escuchar sus enseñanzas, pues les habían dicho que ellos sabían muchas cosas y una de ellas, la más importante, la "verdad", les sería revelada. Entonces empezaron a ver que los "hombres blancos" les llamaban "negros" y, sorprendidos y ofendidos, los azula les dijeron que ellos no eran negros, que eran hombres blancos como ellos pues guardaban las normas, prescripciones y obligaciones que sus padres les habían dado a conocer. Los "hombres blancos" se reían al escuchar aquellas explicaciones con esa imperceptible sonrisa que fundía el brillo de sus dientes con el de su cara en una estruendosa carcajada. Los "hombres blancos" les dijeron a los azula que lo que sus ancianos les enseñaban eran engaños y mentiras, que ellos eran negros porque hacían lo que suelen hacer los "hombres negros" y que si querían tener algún día una piel tan blanca como la suya y ser bien considerados por los auténticos "hombres blancos", debían de desoír las palabras de sus ancianos y venirse a trabajar con ellos para empezar a aprender a vivir como "hombres blancos". Los azula se miraron unos a otros y todos guardaron silencio. Se levantaron y se marcharon cabizbajos de vuelta al poblado. El silencio se mantuvo mientras duró la luna llena. Era frío y tenso, era como la calma que precede al rugido del león, como las aguas tranquilas por las que sigiloso se desliza el cocodrilo. Cuando la luna comenzó a menguar se juntaron todos los jóvenes en el centro del poblado, cogieron sus azagayas y, amparados en la noche, sumieron para siempre en lo profundo de sus sueños a todos sus ancianos. La muerte se extendió por todo el poblado aquella noche, animada por los pensamientos de los embravecidos jóvenes, reproches desesperados que eran soltados como fieras hambrientas sobre los cuerpos ensangrentados de endebles y confiados viejos: -"Nos habéis mentido. No sois más que hombres negros como nosotros. No sabéis enseñarnos a ser hombres blancos". Poco a poco cesó todo movimiento en el poblado y la luna, horrorizada y salpicada de sangre, terminó por huir a través de las ramas de los árboles.

Al día siguiente llegaron los "hombres blancos" al poblado, como en anteriores madrugadas, y preguntaron por sus mayores, pues querían su permiso para que algunos de aquellos jóvenes fueran a trabajar con ellos. Un joven azula les contestó:

-No están. Nuestros ancianos nos han dejado, pues ya no les necesitamos. Ahora os tenemos a vosotros; queremos que nos enseñéis a ser hombres blancos.

Desde aquella mañana ya no hay azula en el mundo, ya sólo cubren la tierra los "hombres negros".

Miguel Figueroa es miembro del consejo de redacción de la revista cultural de investigación y creación "Cuadernos del Minotauro" leer más >>
Valentín Pérez Venzalá (Editor). NIF: 51927088B. Avda. Pablo Neruda, 130 - info[arrobita]minobitia.com - Tél. 620 76 52 60