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Poemas

Por Oscar Portela

Enero 2003

CONFESIóN

A Dina Picotti


Aquí, bajo estos árboles añosos,
mi alma desnuda quiere cantar
una vez más y urge al tordo
en mi garganta, sediento aún
de las nacientes gotas de la aurora. Aquí mi alma
inconfesada canta la confesión de la
melancolía, la muerte lenta de
la llama y la sed de absoluto
que contiene la tierra que hace aleve su canto.
Aquí, donde también fue un mirlo el que bajó del cielo
los cantos que cantara
y se extinguen ahora
sobre la tierra cálida, que apenas soporta
el peso de tanta muerte grávida,
Asociado a la muerte vas conmigo,
viendo como se extinguen
los impulsos que hacen
brotar la vida, Tú, misterioso pájaro
que aún pones luz a mis ojos, y a mi boca,
quédas, murmurantes palabras
que zozobran, como el rocío del
huerto madrugado. Muerto, y por siempre
enterrado mi corazón en tú visión cogido,
pide preces mi oído y, a mi labio
sediento, por la condena
oscura ya apagado, ni una gota le llega.
¿Qué voces, qué palabras
hemos callado, traicionado?
¿Qué alba no fue alumbrada
cuando incipiente aún,
paria de todo edén y toda gracia,
tierra sacando de su oscuro designio
el valor de los nombres,
para que ahora aquí, convictos, veamos pasar la vida
sin que la ola llegue a nuestros cuerpos?
¿Acaso no fue un azar tu canto,
no se hizo de vientos
y tú color oscuro no se quiso
duelo de tantas madrugadas insepultas
que aún esperan la tierra?

II


Sólo dormir espero y en el denso silencio volver
a oír tú canto más puro y
más desnuda y virgen
alba la violeta que floreció
en mi corazón un día, sin (porque), florece
un día aquello a que servimos y vemos
horas mutiladas yaciendo,
desterradas esperas
caer entre las secas hojas del estío,
reverdecerlas luego y
sin premios ni honores,
estar en el exilio, que al impío que canta
pone la tierra yerma. Y ahora, entre estos árboles
añosos confieso, quedamente, yo debí haber
gritado, debí decir los
nombres y grabarlos
para espantar la muerte y dar rostro a los ángeles,
debí haberlo dicho, confieso,
haber vivido la osadía
de ser sin nombre y sin espacio,
sin techo ni morada de los nombres, hasta
quedarme mudo como tú,
en esa otra primavera vasta
en donde nunca es tarde, y es tarde hoy,
para mí o para ti, a quien ya nadie escucha.

III


Pero aquí entre estos árboles,
me confieso a mí mismo, a quien nadie
conoce, yo el del oscuro fuego,
yo ceniza, yo viento, yo ceguera y relámpago,
yo impiadoso y desnudo, debí morir un día
cuando la noche atisba y desentierra
los antiguos secretos, bajo la luz del ángel
que piadoso ejecuta los deseos de quien
tras largos años ha olvidado
los nombres y las mascaras
de lo que fue nombrado.

IV


En mi prisión, ¡oh tordo!, quiero cantar contigo
aunque nada conmueva, o llegue hasta mi alma
como provocación o hastío. Sólo los viejos
árboles perdonan, pues, a quien pedir auxilio
cuando la justa muerte, cuando sus tibios hilos
hagan caer las negras
plumas deste denso ramaje?


NOCHE DE FEBRERO


Y mis ojos definitivamente abierto en tus entrañas
noche abisal surgida de otro albur más profundo
y más hondo, desmesuradamente vivos
y templados por el aura de luz de las estrellas,
noche, manando espejos en el aire, imágenes
no heridas por el destello de los soles, ni la
ciega memoria, oh dulce, oh, bienhechora, oh embrujada,
que nos roes de preces y suspiros, febrero entre
tus párpados florece, tan repentino y casto que mi
alma comulga con ángeles y voces.
¿Y si el amor? Definitivamente surgen de la tierra
los hechizos que un día sepultó la inclemencia,
el párpado sesgado y en la carne,
el alumbre del sueño desterrado: ahora sí, noche,
más abierta que el mar y que los besos,
más honda y más raigal que las nostalgias, ahora
sí, desprendido de mí, bajo hacia ti y suspiro
por los cuitados dones que malogró
el hastío de Sísifo, porque no hay cumbres aquí,
ni distancias o metros, sino tú sólo cielo,
cielo sin sol ni luna, alumbrada de estrellas.
Tú me diste el poder y lo devuelves, sólo tú hablas
en mi distante y portadora de un mensaje
de paz, de cierto arrojo, labio sereno, muslo
entregado al estupor del dueño, sólo tú vuelves
devuelves la primitiva imagen coagulada,
porque tú nos sostienes, y nadie cae en ti
que lo circundas todo, nadie levanta en ti la piedra
de Sísifo, tan leve en ti como caricia,
como el espeso aroma del jardín que encendiste
en la carne inmortal que ahora cantas,
oh amatísima, oh sosegada veste, oh anunciadora
de los signos que callan. Y sólo en ti volver,
retornar a mí mismo, porque en mí mismo
desterrado de mí, mudo y cegado, el día aciago
me entregó a sus crueldades. Ven pues a mí,
penetra en mí, déjame poseerte como el niño
que en sueños esperaba la aurora para que ?
y acógeme en tú vientre fecundante, noche primera,
noche segunda, noche de las noches.

Valentín Pérez Venzalá (Editor). NIF: 51927088B. Avda. Pablo Neruda, 130 - info[arrobita]minobitia.com - Tél. 620 76 52 60